viernes, 14 de febrero de 2014

Quintiliano, Instituciones oratorias- Libro1,Capítulo I. De la educación del que ha de ser orador



I. A la mayor parte de los niños no les falta ingenio, sino aplicación.-II. Qué tales deben ser las nodrizas, padres, ayos y compañeros que han de tener los niños.-III. Se debe comenzar por el estudio de la lengua griega.-IV. Los niños antes de los siete años son capaces de instrucción... Ésta no se debe anticipar mucho... Por qué desciende a estas menudencias.- V. Del leer y escribir.

I. Nacido el hijo, conciba el padre las mayores esperanzas de él, pues así pondrá mayor esmero desde el principio. Porque es falsa la queja de que son muy raros los que pueden aprender lo que se les enseña y que la mayor parte por su rudeza pierden tiempo y trabajo; pues hallaremos por el contrario en los más facilidad para discurrir y aprender de memoria, como que estas dos cosas le son al hombre naturales. A la manera que la naturaleza crió para volar a las aves, a los caballos para la carrera y para embravecerse a las fieras, no de otra suerte nos es peculiar a los hombres el ejercicio y perspicacia del entendimiento, por donde tenemos al origen del alma por celestial. El nacer algunos rudos e incapaces de enseñanza, tan contra lo natural es como lo son los cuerpos gigantescos     y monstruosos, que son muy raros. Prueba es que en los niños asoman esperanzas de muchísimas cosas; las que si se apagan con la edad, es claro que faltó el cuidado, no el ingenio. Vengo bien en que uno aventaje en el ingenio a otro; pero esto será para hacer más o menos; mas no se encontrará ni uno solo en quien no se consiga algo a fuerza de estudio. El padre que reflexione esto muy bien, ya desde el principio aplicará el mayor cuidado para lograr las esperanzas del que se va proporcionando para la oratoria.
II. Ante todo, no sea viciosa la conversación de las ayas, las que quiere Crisipo que sean sabias, si ser puede; pero a lo menos que se escojan las mejores. En ellas sin duda alguna debe cuidarse sobre todo de las buenas costumbres y de que hablen bien: pues ellas son las primeras a quienes oirán los niños, y cuyas palabras se esforzarán a expresar por la imitación. Porque naturalmente conservamos lo que aprendimos en los primeros años, como las vasijas nuevas el primer olor del licor que recibieron, y a la manera que no se puede desteñir el primer color de las lanas. Y cuanto estos resabios son peores, tanto más fuertemente se nos imprimen. Lo bueno fácil cosa es que se mude en vicio, pero el vicio ¿cuándo lo mudarás en virtud? No se acostumbre, pues, ni aun en la infancia a un lenguaje que haya que desenseñarle.
Los padres quisiera yo que tuvieran muchísima erudición, aunque no trato solamente de ellos. Sabemos que para la elocuencia de los Gracos contribuyó no poco su madre Cornelia, cuya doctísima conversación llegó a  la posteridad por sus cartas. De la hija de Lelio se dice que imitaba en el lenguaje la elocuencia del padre; y del razonamiento que hizo a los triunviros la de Q. Hortensio leemos que aun en boca de un hombre le haría honor. Ni deben tener menor empeño en la educación de los hijos aquellos que no tuvieron la dicha de aprender, antes mayor por lo mismo en todo lo demás.
Lo mismo que de las ayas decimos de los niños, entre quienes se ha de criar el que está destinado a este fin. De los ayos con tanta más razón se debe cuidar que, o sean sabios, en lo que se debe poner el mayor empeño, o que no presuman que lo son: pues no hay cosa más perjudicial que aquellos que, no habiendo pasado de las primeras letras, están persuadidos que son sabios. Los tales llevan a mal el ceder a los que lo son, y con un cierto derecho de autoridad que hace hinchada a esta clase de hombres, por lo común imperiosos, y a veces crueles, enseñan a los alumnos sus necedades. Sus errores perjudican no menos a las costumbres. De Leonides, ayo de Alejandro, cuenta Diógenes Babilonio haberle enseñado ciertos vicios, que le fueron acompañando siendo adulto, y hasta el trono, desde la educación en su niñez.
Si a alguno le parece que pido mucho, atienda a que el formar un orador es ardua empresa; y que aun cuando nada se omita para esto, es mucho más y lo más dificultoso lo que queda por hacer. Porque se necesita de un estudio sin intermisión, de maestros los más excelentes y de muchas ciencias. Por donde se ha de enseñar lo mejor, lo cual si alguno rehusare el hacerlo, el defecto estará en el hombre, no en el talento.
Pero si no se lograsen las ayas, ayos, y compañías cuales yo quiero, a lo menos haya un maestro continuo, que sea de buena pronunciación, y corrija al punto lo que en  presencia del discípulo pronunciaron viciosamente aquéllos, no permitiendo que haga vicio; pero con tal que se llegue a entender que el consejo que primero di es lo acertado y esto un remedio.
III. Me inclino más a que el niño comience por la lengua griega; pues la latina, que está más en uso, la aprendemos aunque no queramos: y también porque primeramente debe ser instruido en las letras y ciencias griegas, de donde tuvo origen nuestra lengua. Mas no quiero que en esto se proceda tan escrupulosamente, que hable y aprenda por mucho tiempo sola la lengua griega, como algunos lo practican; pues de aquí dimanan muchísimos defectos, ya en la pronunciación extraña, ya en el lenguaje, los cuales, pegándoseles por la larga costumbre del idioma griego, vienen también a endurecerse en un modo de hablar diverso de los demás. Y así a la lengua griega debe seguir la latina, para aprenderlas a un mismo tiempo. Así sucederá, que conservando con igual cuidado el estudio de ambas, ninguna dañará a la otra.
IV. Pensaron algunos que no debían aprender letras los niños antes de siete años, por no ser aquella edad capaz de instrucción ni apta para el trabajo, la cual opinión siguió Hesíodo, según dicen muchísimos anteriores al gramático Aristófanes, pues éste fue el primero que negó ser de este poeta el libro de los Preceptos, donde esto se encuentra. Pero otros, y entre ellos Eratóstenes, enseñaron lo mismo. Mejor fundados van los que quieren que ninguna  edad esté ociosa, como Crisipo: pues aunque concede tres años para el cuidado de las ayas, pero para eso dice que éstas deben ir formando el entendimiento del niño con los mejores conocimientos. ¿Y por qué no ha de ser capaz de instrucción una edad que lo es para irse formando en las costumbres? Bien me hago cargo que en todo el tiempo de que hablamos apenas se podrá adelantar tanto, como más adelante en un solo año; pero con todo eso me parece que los que así sintieron, atendieron en esta parte más a los maestros que a los discípulos. Por otra parte ¿qué otra cosa mejor podrán hacer luego que sepan hablar? Porque es preciso que en algo se empleen. O ¿por qué hemos de despreciar hasta los siete años esto poquillo que se puede adelantar? Pues dado caso que sea poco, se va a lograr el que aprenda cosas de mayor entidad en aquel mismo año, en que tendría que aprender estas menudencias. Esto que se va dilatando todos los años, al fin de la cuenta va a decir mucho; y todo el tiempo que se ganó en la infancia, aprovecha para la juventud. Lo mismo debe entenderse de los años adelante, para que lo que se ha de aprender, no se aprenda tarde. No perdamos, pues, el tiempo al principio, y con tanta más razón, cuanto los primeros rudimentos dependen de la memoria, la que no solamente se encuentra en los niños, sino que la tienen muy firme.
Ni estoy tan ignorante de lo que son las edades, que juzgue que se debe apremiar y pedir un trabajo formal en los primeros años. De esto debemos guardarnos mucho, para que no aborrezca el estudio el que aún no puede tenerle afición, y le tenga después el odio que una vez le llegó a cobrar. Esto ha de ser como cosa de juego: ruéguesele al niño, alábesele, y a las veces alégrese de lo que sabe. Enséñese a veces a otro, aunque él lo repugne, para que tenga emulación; otras vaya a competencia con él, y hágasele creer las más veces que él lleva la victoria: estimúlesele    también con aquellos premios que son propios de la edad.
Menudas son las cosas que enseñas (dirá alguno) habiendo prometido formar un orador; pero entienda que aun en las letras hay su infancia, y a la manera que la formación de los cuerpos que han de ser muy robustos comienza en la leche y la cuna, así el que ha de ser con el tiempo un orador elocuentísimo, hizo, para explicarme en estos términos, sus pucheritos, fue balbuciente e hizo garabatos en la formación de las letras. Y no, porque no baste el saber una cosa, diremos que no es necesaria. Y si ninguno reprende a un padre que tiene por preciso enseñar esto a su hijo, ¿por qué se condenará el hacer común lo que uno practicaría en su casa? Tanto más cuanta es la facilidad con que los niños aprenden las cosas pequeñas; y así como hay ciertos movimientos, a los que sólo puede hacerse el cuerpo tierno, así también sucede con los ánimos, que endurecidos se inhabilitan para la enseñanza. ¿Hubiera querido por ventura Filipo que su hijo Alejandro fuese instruido por Aristóteles, el filósofo más consumado de aquellos tiempos, o éste hubiera tomado este cargo, a no entender que convenía que los principios los enseñase también un maestro el más diestro? Hagámonos, pues, cuenta que se nos confía un Alejandro desde su infancia para que le enseñemos, empeño que merece tanto cuidado (aunque para cualquier padre la enseñanza de su hijo es de igual aprecio); en este caso ¿me avergonzaría yo de    darle el más breve camino para instruirle aun en la cartilla?
V. Por lo menos a mí no me agrada lo que veo practicar con muchísimos, y es el aprender el nombre y orden de las letras antes de aprender su figura. Embaraza esto el conocimiento de ellas, pues siguiendo después el sonido que de ellas tienen, no aplican la atención a su forma. Ésta es la causa de que los maestros, cuando pensaban haberlas fijado en la memoria de los niños, siguiendo el orden que tienen en el alfabeto, vuelvan atrás, y ordenándolas de otra manera, les hagan conocer las letras por su figura, no por su orden natural. Por tanto, se les enseñará a conocer su figura y nombre como conocen las personas. Pero lo que daña en el conocimiento de las letras no dañará en el de las sílabas.
Para estimular a la infancia a aprender no desapruebo aquel método sabido de formar un juego con las figuras de las letras hechas de marfil, o algún otro medio a que se aficione más la edad, y por el cual hallen gusto en manejarlas, mirarlas y señalarlas por su nombre.
Pero cuando comience a escribir no será malo grabar las letras muy bien en una tabla, para que lleve la pluma por los trazos o surcos que hacen. De este modo ni errará como en la cera (porque por una y otra parte le contendrán las márgenes), ni podrá salirse de la forma que le ponen; y por otra parte, siguiendo con velocidad y continuación huellas fijas, afirmará los dedos, no necesitando de poner una mano sobre otra para afianzarla. El escribir  bien y con velocidad es cosa digna de atención, aunque comúnmente olvidada de la gente de conveniencias porque siendo el principal ejercicio en gente de letras el escribir, con lo cual sólo se consiguen los progresos verdaderos y sólidos, si la pluma anda lerda sirve de rémora a la imaginación, y si la letra es imperfecta y de mala formación no se entiende después, y de aquí resulta el trabajo de dictarlo cuando se haya de trasladar. Por lo cual siempre y en todas partes nos dará gusto el no habernos olvidado de esto, pero especialmente cuando escribamos una carta de cosas que no conviene que otro sepa o bien a algún amigo.
En las sílabas no cabe compendio, sino que todas se deben aprender, y no se debe dilatar el conocimiento de las más dificultosas, como hacen comúnmente, para que cuando las escriban, las puedan distinguir. Además de lo dicho, no se ha de fiar mucho de lo que aprendieron los niños la primera vez; antes será más útil repetirlo muchas veces, y no apresurarlos, para que al principio lean de corrido,   sino sólo cuando junten ya las letras sin tropezar, sin detenerse, ni pensarlo mucho; y entonces, uniendo las sílabas, tomarán toda la palabra, y después comenzarán con ellas a formar oración; porque es increíble cuánta detención en el leer ocasiona este apresuramiento. De aquí nace el titubear, el pararse, y repetir los vocablos, cuando se atreven a más de lo que pueden, desconfiando aun de lo mismo que saben, si en algo llegaron a errar. Lean correctamente y sin interrupción; Ante todo pero por mucho tiempo con despacio, hasta que con el ejercicio adquieran leer con enmienda y velocidad. Porque el mirar adelante, y echar la vista a la palabra que sigue (regla que dan todos los maestros) no solamente lo enseña el método, sino la práctica, porque al tiempo de mirar lo que sigue, se ha de pronunciar lo primero, y se ha de dividir la atención del alma, cosa muy dificultosa, de modo que una cosa hagan los ojos y otra la voz.
En una cosa no nos ha de pesar el cuidado que pongamos, cuando el niño comience, como es de costumbre, a escribir los vocablos, y es que no pierda el trabajo en aquéllos que son vulgares, y que ocurren todos los días. Puede al punto ir aprendiendo, mientras se ocupa en otra cosa, la interpretación de las palabras más recónditas de la lengua, que llaman los griegos glossas, y conseguir en   estos primeros elementos lo que después les ha de llevar algún tiempo. Y supuesto que me paro en menudencias, desearía que los versos que se les ponen por muestra de escribir, no contengan inútiles sentencias, sino algún buen aviso, porque la memoria de esto dura hasta la vejez. Y fijándose en un ánimo desocupado de otras ideas, aprovecha para formar las costumbres. Pueden también por este género de diversión aprender las sentencias de hombres ilustres, y lugares escogidos principalmente de los poetas, cosas que agradan a la edad pequeña. Porque, como diré en su lugar, la memoria es muy conducente al orador, y ésta se cultiva y afirma con el ejercicio. Y en las edades de que vamos hablando, en que el niño no puede inventar nada, es la única manera de ingenio que puede sacar algún provecho del cuidado del maestro.

No será inútil, para que logren una pronunciación clara y expedita, el hacerlos repetir palabras dificultosas buscadas para este intento, y versos compuestos de sílabas ásperas y que tropiecen entre sí (que los griegos llaman enredosos), obligándolos a que los pronuncien muy de priesa. Esto es cosa pequeña a primera vista; pero omitido, cobrarán malos resabios en la pronunciación, vicios que, a no enmendarlos en los primeros años, durarán siempre.


1 comentario:

Celia Clara Fischer dijo...

Demoledor, para los tiempos que corren detenidos en labarbarie.