sábado, 18 de mayo de 2013

Joaquín V. González, Costumbres campesinas



Villa de Sanagasta, La Rioja


Era en aquellos días cuando los habitantes de Sanagasta -villa de origen indígena que aún cuenta sus genealogías por nombres propios- celebraban una ceremonia que debo describir para llenar estos cuadros. Descansábamos a la sombra de un sauce gigantesco a cuyo pie surgía en borbotones del fondo de la tierra por entre pajonales y berros un arroyo cristalino, cuando escuchamos el rumor de una cabalgata que se acercaba al son de una música criolla compuesta de un violín de un triángulo y una caja de sonidos roncos acompasados e interrumpidos por los accidentes del camino. Venían los músicos seguidos de una multitud de hombres. mujeres y niños todos vestidos de domingo: los hombres con chaquetas blancas y almidonadas dejando ver por debajo del sombrero la huincha de seda punzó. Ensillaban con las monturas de gala con caronas esquinadas de charol reluciente y riendas chapeadas de plata.
Las mujeres ostentan polleras de colores vivos y grandes mantos de espumilla de largos flecos que dejan ondular con gracia sobre las espaldas; llevan sombreros de paja adornados con cintas que flotan al aire y sus rostros cubiertos al estilo musulmán para resguardarlos del sol abrasador. Todos ríen y cantan se galantean y se divierten mientras al compás de la música que marcha a la cabeza hacen el largo camino por entre las quebradas que dan acceso al llano y a la ciudad.
Delante, montado en un asno camina un hombre llevando en la cabecera de su recado una imagen de la Virgen rosada y sonriente adornada con profusión de seda y oro; su coronita de plata despide vivos reflejos mientras se mueve encima de la cabellera crespa y rubia. Es el día de la visita anual con motivo de los sufrimientos de su Hijo allá en la ciudad donde sufren los que redimen donde imperan los escribas y los fariseos donde ya se ha dado la sentencia que ha de llevarle al Calvario. Es la Semana Santa y la Madre de Dios va a acompañarle al sacrificio. La población de cinco leguas a la redonda de la aldea la sigue en su peregrinación. ¡Es tan querida aquella imagen tan buena y tan milagrosa! Los demás se han quedado a la salida del pueblo apiñados mirándola partir: y después se vuelven a sus casuchas de barro y a su huerto con álamos y cepas generosas a esperar contritos la vuelta al templo de la Virgen viajera a la Jerusalén impía.

Y allí contentos pero respetuosos, haciendo repercutir sus cantos, rezos y músicas, reanimando las desiertas faldas y las sombrías grutas de la montaña se encaminan en procesión los humildes aldeanos que gozan cuando creen sin saber por qué que no abrieron nunca otro libro sino ese de páginas de granito eternamente abierto ante sus ojos; pero libro que habla que canta que llora y que ríe con lenguaje sonidos lamentos y risas intraducibles en las artes humanas. Conjunto gracioso forman aquellos trajes blancos encarnados celestes y amarillos de las mujeres, las cintas ondulantes y las alfombras vistosas que les sirven de manta sobre las ancas de las cabalgaduras. Y los tristes gemidos del violín rústico, los golpecillos timbrados del triángulo y los ecos casi fúnebres de la caja consagrada a aquella imagen por el piadoso y ferviente Panta que se marchó a la guerra -ya voy a contar la historia- se internan en la quebrada se pierden dentro de los talas los algarrobos y los viscos que le forman techumbre y se alejan y se apagan lentamente hasta perderse. Ya pasaron, pero queda mi espíritu pensativo mi oído arrullado por la armonía sencilla mis ojos los siguen aún y mi semblante expresa la más tierna la más conmovedora la más serena de las impresiones.

Hay que ver una vez en la vida esas costumbres inocentes saturadas de una fe inofensiva y de un encanto inefable que se desarrollan en los términos lejanos de la patria. Allí vive, allí surge perenne la fuente de las grandes creaciones de la virtud sin cálculo, del sentimiento argentino nacido de la tierra que vibra con sus vientos cadenciosos, que canta con la gracia de sus aves nativas, que vuela con la solemnidad de sus cóndores que sueña con sus torrentes que lucha con la fuerza de sus fieras que mira a la región serena de los astros desde la punta inaccesible de sus cumbres... Sí, hay que verlas una vez para consolarnos de los dolores del presente y para saber que nuestra tierra tiene todas las majestades, todos los esplendores, todas las bellezas creadas. Allí están la historia y los elementos ignorados del grave problema nacional no abordado todavía; flotan en todo el territorio vagando sin concierto porque ningún pensamiento los ha recogido y les ha dado la forma visible de la obra duradera. Leyes, religión, poemas e historia se ciernen en confusión, difusos, perdidos, errantes y sus elementos atómicos sus principios y sus fórmulas van borrándose con la invasión desordenada de lo externo, de lo ajeno, de lo exótico, constituyendo un progreso institucional extraño a nuestra naturaleza que no tiene nuestra savia y nuestro aliento vitales.

Sigo mi viaje por un ancho camino bordado de selvas seculares por un valle espacioso abierto de pronto a la salida de aquel paraje histórico. Allí parece haber surgido un pedazo de la naturaleza de los llanos del oriente con su vegetación corpulenta pero descarnada su suelo arenoso y seco, sus vientos y remolinos de polvo que como trombas marinas unen el cielo y la tierra en espirales movibles. Seguimos la ruta que lleva al Huaco y debemos pasar por el pueblo de Sanagasta. Ya se ve las puntas de los álamos se siente el perfume delos viñedos y la brisa fresca de los sembrados y de los manantiales. El valle se cierra a la entrada de otra garganta estrecha y tortuosa y allí a sus puertas expuesta a las avenidas se asienta la población que sirve a la ciudad de refugio veraniego. Una larga calle poblada de viviendas y de quintas sombreada por sauces llorones y álamos de aguda copa por entre cuyos claros se ve colgar de los parrones tupidos los racimos de extraordinario tamaño y variado color atraviesa toda su extensión y termina en la plaza. Al poniente la limita la montaña y al pie de ésta como un castillo que hubiera construido un  niño para sus juguetes, se levanta solitaria aislada, humilde, la iglesia del pueblo; a su lado y apenas visible tiene el campanario primitivo; a su espalda el pequeño cementerio de pobreza incomparable donde nunca se interrumpe el silencio y donde casi todos los que en él yacen, nacieron también dentro de ese valle pintoresco. La cima del monte se levanta al fondo y allá arriba giran en círculos repetidos e interminables centenares de cuervos que, como Tántalo, viven ansiando incesantemente el despojo de aquellas pobres tumbas sin saber que otros vivientes subterráneos los devoraron frescos... y graznan siniestros lúgubres hambrientos día y noche sobre las rocas áridas.

Nota de Lisarda-Joaquín V González (Nonogasta, 1863-La Plata, 1923) fue uno de los más notables escritores argentinos de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre sus obras principales se cuentan La tradición nacional (1891) Mis montañas (1893) y Fábulas nativas (1924) En 1915 realiza-sobre la base de la traducción inglesa de Edward Fitzgerald- una traducción de Las Rubaiyat del poeta persa Omar Khayyam. En su faceta de hombre público, fue gobernador de La Rioja, ministro de Justicia durante la presidencia de Quintana y fundador, en 1905, de la Universidad de La Plata.

Citamos extensamente a Ricardo Alonso, quien al tratar el papel que le cupo a González en el desarrollo de la minería, refiere lo siguiente:

A solicitud del Gobierno, redactó una serie de reformas a las leyes de minería, las cuales fueron adoptadas en 1897. Fue profesor de Legislación de Minas, en las universidades de Buenos Aires y La Plata. A los efectos de contar con material didáctico para los alumnos de las facultades de Derecho, publicó un par de libros sobre el tema: “Legislación de minas” (Buenos Aires, 1906, 542 pág.) y “La propiedad de las minas” (Buenos Aires, 1917, 264 pág.).
En el primero de ellos realizó un amplio desarrollo del tema histórico del Derecho Minero desde la época colonial hasta fines del siglo XIX. Allí resume las que fueron para él las principales enseñanzas que nos dejó el largo camino recorrido por la minería española a lo largo de tres siglos. Rescata González en la lección primera (cap. 3:18, págs. 39 y 40) lo siguiente: 1) El habernos dejado una costumbre erigida en ley, sobre las prácticas y usos mineros; 2) Habernos demostrado que la minería es una industria que necesita más que ninguna otra el ambiente de la libertad; 3) Que sus verdaderos beneficios no se sienten en las arcas del fisco, sino en la gran masa social, por la participación de todos en el patrimonio de todos; 4) Que la minería no rechaza, sino que necesita a las demás industrias, y muy especialmente a la agricultura, cuando por tanto tiempo se ha creído que la excluía; y 5) Que ninguna otra industria como esta, cuando está bien regida, vincula mejor y más íntimamente a las naciones con los progresos de las ciencias y la civilización en general, porque necesita el concurso de todos los perfeccionamientos y concurre, a su vez, a desarrollarlos.
Ahora bien, una búsqueda detenida a lo largo de su extensa bibliografía permite ubicar algunos conceptos claves de lo que pensaba sobre la actividad minera. Con respecto a las minas señalaba: “Las minas son consideradas, desde los tiempos más antiguos, un algo especial que se aparta de la propiedad común. Siendo sus productos los que más directamente vienen a hacer la riqueza pública en su sentido más vasto, llevan en sí un sello de utilidad general que nunca les ha sido desconocido”. Y completaba la idea diciendo: “Es cierto que en diferentes épocas, y según la índole de las ideas dominantes en el mundo, los gobiernos las sujetaron a su dominio directo, haciendo de ellas un patrimonio real o fiscal; pero es indudable que las ideas económicas modernas han democratizado la propiedad minera, haciéndola accesible a toda la sociedad, porque sus productos la benefician más positivamente. Así se ha llegado a establecer que las minas no son una fuente directa de renta fiscal, sino, como decimos, una fuente que beneficia más extensamente la riqueza social” (1888, véase “Obras completas”, XVII:230).
Esta concepción de la mina como algo especial tiene que ver con la esencialidad, singularidad y complejidad de la actividad minera, distinta a las demás actividades económicas y productivas, como ya lo hemos señalado en otros ensayos. También apunta a la importancia de que las minas sean explotadas por el Estado y también por quienes tengan la capacidad de hacerlo. Con respecto a la industria minera expresó lo siguiente: “Si se quiere hacer verdadera industria de explotación de minas, hay que colocar alguna vez estos estudios en su propia región, en su propio medio, para formar el verdadero espíritu del minero, y es necesario, cueste lo que cueste, hacerlo en la república, para satisfacer las necesidades de estas industrias que son las grandes reservas que tenemos para el porvenir” (1913, “Obras completas”, XVI:174).
Con ello, señala la importancia de generar una fuerte capacitación en las propias regiones o lugares mineros educando al profesional de las minas y logrando un autoabastecimiento de materias primas de cara al futuro. Al referirse al Código de Minería apunta: “Así el Código, después de definir la propiedad y, por consiguiente, la clasificación de las minas en distintas categorías, tiene que entrar a definir las maneras de adquirir los procedimientos para constituir la propiedad misma, las relaciones de la propiedad superficial con la propiedad subterránea, las distintas medidas de las minas y la materia igualmente difícil de coordinar o conciliar los intereses del Estado, los intereses del minero y los intereses industriales, los tres grandes factores que inspiran esta legislación” (1915, “Obras completas”, XVII:65 y 66).
Como hombre de Chilecito, nacido al pie del famoso cerro de Famatina, icono histórico de la minería argentina, que en su momento fuera explotado por los incas y por los jesuitas para la extracción de metales preciosos, González profundizó el tema más que la mayoría de sus contemporáneos.
El pensamiento de Joaquín V. González, riojano de raíz medular y hombre de claro espíritu mineral, contiene grandes verdades que los argentinos de las provincias cordilleranas debemos rescatar y refrescar, porque tienen plena actualidad.



jueves, 9 de mayo de 2013

Cyril Conolly, Entre la magia y la ciencia




Si creemos que en una inteligencia  sobrenatural o sobrehumana creó el universo, acabamos llenando nuestras  bibliotecas con las profecías de Nostradamus y los cálculos en torno a la Gran Pirámide.  Si, por el contrario,  elegimos  la vía de Montaigne y de Voltaire, nos asfixiamos en la sulfurosa aridez del Club del Libro de Izquierdas.
Es una observación significativa acerca del triunfo de la ciencia sobre la magia que, si alguien nos dijera “ Si echo esta pastilla en tu cerveza, explotarás” es probable que le creyéramos; pero si exclamaran “ Si pronuncias este encantamiento, tu cerveza perderá su fuerza”, nos mantendríamos incrédulos, y Paracelso, los alquimistas, Aleister Crowley y todos los magos  han vivido en vano. Sin embargo, cuando leo ciencia, creo en la magia; cuando estudio magia, creo en la ciencia.

Cyril Conolly, “El círculo mágico” en Obra selecta, p. 439