miércoles, 29 de agosto de 2012

Juan Zorrilla de San Martín, El sermón de la paz






IV

Pero si mía es la casa, lo son, sobre todo, los árboles que allí he plantado, y regado, y defendido de las abominables hormigas. Sí, muy trabajadores y ahorrativas, las hormigas; son pueblos industriales y fuertes, los hormigueros; naciones conquistadoras. Pero no son los cultivadores de frutos y legumbres, a buen seguro, quienes les consagran fábulas apologéticas, con menoscabo del honor de las cigarras cantantes. La inerme cigarra no atesora, efectivamente; vive sólo de sol, sin quitárselo a nadie, como vive de sombra y de humedad el sapo, criatura también buena, amable y musical, objeto constante, sin embargo, de desprecios y persecuciones de lo más injusto que conozco, por parte de los muchachos, sobre todo, sin duda porque no corre ni muerde. Ese pobre sapo es, como la cigarra, inofensivo, indefenso, benéfico; su voz de oboe coreada por las castañuelas de plata de las ranas que piden agua o la agradecen al cielo, y por el trémulo grito de los grillos, es una de las voces respetables de la naturaleza; hay un momento en ésta caracterizado por la voz del primer zorzal, y lo hay señalado por la del primer sapo. Son dos notas fundamentales de la grande orquesta. La misma enigmática figura del sapo, aunque lo vemos generalmente en cuclillas, en actitud de ídolo suplicante, n o carece de cierta dignidad. Muy pocos le han observado los ojos resignados y pacientes; que, a haberlo hecho, no lo mirarían con tanto desvío y antipatía. Bien pudiera ser un ente superior, un príncipe convertido en fea bestia, en castigo de algún pecado de amor impuro, el desventurado sapo. Hay entre esos mis árboles algunos de singular mérito; lo ombúes que allí tengo, por ejemplo, ocho o diez, son magníficos. El ombú, dicho sea de paso, es el árbol que yo prefiero, no sólo por ser el que con más pasión se abraza a su madre, y madre mía, la tierra en que ambos nacimos; no sólo por su opulenta forma, sino porque no se come; no despierta apetitos; no es maderable; ni siguiera sirve para el fuego. Pero nos da sombra, el mejor fruto del sol, nuestro mejor amigo: sombra. No es esto decir claro está, que yo no estime en lo que valen los árboles frutales que allí cultivo; los perales, pongo por caso. Los hay, plantados por mí, que han producido hasta una docena de peras, y aún más, perfectamente maduras, como hay higueras que han dado sus higos, y algunas palmas con su gran racimo de cocos, que, si bien un poco agrios, (cocus campestris) tiene una piel amarilla azucarada, muy buscada por las avispas. No pueden faltarme las flores por supuesto; pero, para no caer en prolijidad de mal gusto, sólo mencionaré las enredaderas, cuyas campanillas azules se abren por la mañana, y se cierran cuando anochece. Las madreselvas, sin embargo, que respiran en las tardes de verano y las llenan de olor a miel de abejas, deben aquí también ser recordadas, porque son, para mí, las flores por excelencia. Y mucho más cuando su olor se mezcla al de los jazmines. Hablo de los del país, de los jazmines blancos, de los fríos que vuelan en la planta y que parecen estrellas de muselina. Las tardes realmente bellas son esas: las que huelen a madreselva; por ellas he llegado a creer en este nuestro pobre sentido del olfato, tan desacreditado por algunos. Y no hay para tanto. Que si bien está en lo cierto quien afirma que ese sentido tiene mucho de contacto material, y no la pureza de la vibración sonora, no es tan irracional como pudiera creerse la analogía entre una ráfaga de madreselvas y un melodía de Bellini, que, al caer la tarde, sale, de un piano desconocido, por una ventana abierta en lo alto. Yo concibo perfectamente un poema hecho de olores; el de la madreselva me tra vuelos de risas en el aire, voces de niños que juegan antes de irse a dormir; el de las azucenas parece cantar la Salve en mi memoria, como una voz de armonium. 

V 

El paisaje natural que allí me rodea tiene todo cuanto es dado desear; nitidez de dibujo, riqueza y armonía de tonos, luminosidad, expresión definida. El Río de la Plata, que ocupa todo el horizonte y se llega con sus aguas hasta mi puerta, es el protagonista, como no puede menos, de mi drama de color. Es un fiesta de los ojos ese nuestro río como mar de los indígenas. El verde azulado, que es su tono ordinario, se transforma y tornasola, pero sin que el agua pierda su fluidez, ni olvide su terrestre procedencia. Unos días predomina en él el verde esmeralda; otros el azul cobalto; nunca el ultramar del Océano, o el lapislázuli del Mediterráneo, que parecen resistir todo abrazo afectuoso con los verdes y los ocres de la tierra, a la que no reconocen como madre; son hijos de la infinita transparencia. En el Plata, hijo de las ausentes montañas, todo es atenuado: los tonos y el movimiento, los peñascos y las olas. La proyección del verde de los árboles, del verdinegro de los eucaliptus, entre otros, sobre aquel azul, forma una armonía de color, un color intenso, como no he visto en otra parte.

CAPITULO II - PUESTA DEL SOLI) El paisaje que estoy mirando en este momento desde mi casona de Punta Brava, y en el que creo ver concentrado mi universo, está bañado de la luz de esa divina ley. Una gaviota blanca, adorante, que parece inmensa, se acerca por el aire y me abre las alas sin recelo. Ese buen pájaro no ve en mí, como en los muchachos que tiran piedras, un enemigo fuerte; casi estoy por creer que se da cuenta de que soy su amigo. Es el espíritu, que, como las golondrinas de las torres, brota del río, cual si este echara a volar.No es esto decir que este paisaje sea invariable, por supuesto, y que todos mis días de Punta Brava (por algo se llama así) sean tibios y apacibles; lo suele haber de viento y de frío, y de chubascos; los suele haber de viento y de frío, y de chubascos. Los vientos del Sur, que vienen de lejos, del Cabo de Hornos quizá, persiguiendo hasta la costa el rebaño, presa de pánico, de las grandes olas, son a veces implacables; andan por el aire gritando, como dioses norsos conquistadores. Y cuando da en soplar el Pampero, viento del Oeste que nos llega al ras del Plata, desde las Pampas o llanuras andinas, el tiempo no es apacible; pierden las gaviotas su equilibrio o divina euritmia, y los pájaros dispersos buscan abrigo en los aleros, callados o dando chirridos; los árboles pasan sus largas horas de desamparo, y yo pienso en ellos, cuando despierto de noche, y oigo al huracán, remoto o próximo, que anda en el aire. Pero, sobre ser el caso poco frecuente, esos mismos vientos pamperos, como que los conocemos desde niños, son menos desaforados para nosotros que los extraños; están en su casa, y hasta tienen algo de los amigos importunos o pesados, que se echan de menos cuando dejamos de verlos algún tiempo; son nuestros pamperos. Ellos nos sirven, por otra parte, para apreciar mejor, y gozar con mayor gratitud, de las mañanas y tardes de bendición, llamémosle místicas, que son allí constantes; los aguaceros seguidos de sol, con su Arco-Iris del uno al otro horizonte; los ponientes gloriosos, con sus nubes en forma de lagarto o de palomas dispersas, sus procesiones de arcángeles dorados, y sus remotas ciudades caminantes, llenas de cúpulas, en el divino silencio. 
II
 
Una de esas tardes era la de ayer, precisamente, y mejor no pudo elegirla, para visitarme en mi rústica heredad, un buen amigo mío, hombre de bien a carta cabal, persona acaudalada, y de más que mediano entendimiento. Me encontró solo, trabajando a más trabajar con el rastrillo. Los árboles estaban alegres, y las enredaderas no habían cerrado los ojos azules todavía entre las hojas; mi torre parecía de mármol, y el río de esmalte azul; la cúpula del cielo estaba recién dorada por los artistas diáfanos.
 Mostraba yo envanecido todo lo mío, todas aquellas cosas, a mi amigo: mis árboles, mi pedazo de mar, la última porción de sol de aquel día, que me quedaba en las paredes de la torre. Y él, después de mirar a su alrededor, a lo lejos, hacia arriba, me miró a mí, como si hubiera descubierto un secreto que yo guardaba, el de mi caudal; me miró riendo, con aire de parabienes. ¡cómo habrán subido ahora de precio estos terrenos! Me dijo, por fin; este es ya un buen lote. Pero es preciso adquirir ese de al lado, par tener mayor frente sobre la rambla... ¿cuánto vale ahora el metro por acá? ¡Cómo vuelan! Decía Bernardino de Saint Pierre ... ¡El metro! ¿pero acaso esto tiene metros, Dios mío? ¿Es esto realmente un lote, que haya de completarse quitando el suyo al vecino? Nada de todo esto es mío, pues, desde que tiene precio; nada de esto; lo mío no tiene precio... Aquel ingrato amigo no había estado observando, como yo lo creía, ni el ombú que estaba a su lado, con el último toque de sol gratuito, ni el horizonte de cobre enrojecido, ni siquiera el mar; había advertido que por allí se había hecho, no por culpa mía, ciertamente, una rambla o avenida alquitranada, por la que corría, a todo correr, un carruaje automóvil, entre una nube de bencina. Y que no tenía más objeto que el de adelantarse a otro carruaje, que, a su vez, sólo corría por correr, desaforado. Y allí, junto a nosotros, tocándonos los cara con las ramas, estaba el peral lleno de peras maduras, en forma de campana, que parecían naranjas, por la luz del sol poniente. El árbol, plantado por mí, uno de mis predilectos, me miró con la expresión de un inofensivo animal salvaje acabado de atrapar; me miró como si hubiera oído un disparo. Que también los árboles sienten el pánico, si los observamos. En poco estuvo no lo experimentara yo mismo; sentí, cuando menos, algo como el efecto de una amenaza a mis ombúes sin valor, a mi casa de poco precio, guardada sólo por un perro compañero de mis nietos, a la puerta de los abuelos, de débil cerradura. Hubiera querido esconder todo aquello, ponerlo a salvo en otra parte, en otro rincón de mi tierra, con sus horizontes y sus gaviotas. ¡Oh las naciones grandes, las confederaciones fuertes, hijas del dios Pan, el que infunde los pánicos! También las grandes fortunas de los hombres se forman así: por la conglomeración de las chicas aniquiladas. Y así se amasan los patrimonios suntuosos, donde no se pone el sol, y donde no se goza de la noche estrellada. Y así nacen las grandes ciudades, con sus palacios impersonales, que desalojan a las bellas torrecillas dadas de cal, en que viven las alegrías, y anidan las caridades, las continencias, la resignación y la paz. Y los hombres se enorgullecen de las ciudades, de las patrias armipotentes, grandes lotes de muchos metros, de mucho valor venal, y de mucho humo de bencina y de pólvora. No hay paz para el soberbio dice el libro. La paz es una entidad de orden moral, superior al jurídico. La quietud, el descanso, el silencio, la riqueza, el placer, son cosas del orden material. No está en ellos la paz; ni siquiera en el sepulcro. El descanso, el silencio, el mismo sueño, el último inclusive, serán enemigos que te inquietarán. La paz es una actividad. Si quieres ser feliz, procura ser hoy un poco mejor que ayer; aprende a estar contento, alegre; goza sólo de aquello que estés seguro que te viene de la mano de Dios, y así hallarás el goce, aún en el dolor. Y hallarás paz en el soñar de la vida, y en el de la muerte. Yo tuve que recibir, sin embargo, los parabienes de mi buen amigo, porque eran bien intencionados. Este libro ha nacido de su visita. Y, como suele salir un pájaro volando de entre las yedras que envuelven un viejo muro, el niño de sesenta años que tengo en el corazón, y que en este libro ha pensado, o cantado, o dicho místicas ingenuidades, salió de entre las hojas... Sí, contesté a mi amigo, tristemente, mirando al mar; efectivamente, deben de haber subido mucho de precio estos terrenos...¡qué le hemos de hacer!... Y yo miraba largamente el mar, ... y sentía el silencio de mis mares interiores.


Fuente de la Casa de Juan Zorrilla de San Martín

Museo Juan Zorrilla de San Martín

Ubicación y mapas:
Juan Zorrilla de San Martín 96
Punta Carretas
Montevideo

Horarios:
Martes a viernes de 14 a 18 hs.
 
 
Este edificio, construido entre 1910 y 1922, fue la casa solariega del escritor Juan Zorrilla de San Martín, llamado “El poeta de la patria”, autor del célebre poema épico Tabaré y de La leyenda patria, entre otras obras. Su hijo, José Luis Zorrilla de San Martín, autor de los dibujos en los que su padre se basó para encargar la construcción de la casa solariega, fue asimismo uno de los más grandes escultores del Uruguay. El Museo alberga las pertenencias, los documentos, las fotos y otros testimonios del poeta.




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