martes, 23 de octubre de 2012

Ricardo L. Landeira, La compañía de Gabriel Miró

Gabriel Miró en su mesa


Han pasado setenta y cinco años desde la muerte de Gabriel Miró, sobrevenida prematuramente cuando apenas había rebasado el escritor el medio centenar. Su fallecimiento fue lamentado en conversaciones familiares, en círculos de admiradores y amigos, y en centenares de artículos de prensa y algunos números-homenaje de diarios madrileños como El Imparcial (27 de mayo de 1930) y el Heraldo de Madrid (29 de mayo de 1930). En el primer aniversario de su desaparición La Gaceta Literaria (1 de junio de 1931) publicó unas esquelas memorables de Ernesto Giménez Caballero, Ricardo Baeza, Carmen Conde, Marcel Carayón, Eugenio D'Ors, Salvador de Madariaga, Miguel de Unamuno y Jorge Guillén. Como es de suponer, todo ello, escrito y dicho, poseía un carácter recordatorio y personal, expresado por quienes habían conocido o convivido con nuestro escritor.

Al cabo de un lustro, sin embargo, vemos aparecer trabajos de envergadura crítica que empiezan a ubicar a Gabriel Miró en su lugar merecido en la literatura de aquella época. Un número de la Revista Hispánica Moderna (abril 1936), de la Columbia University norteamericana, dedica la sección principal a su obra a través de dos largos ensayos de Margarita de Mayo y de Antonio Oliver Belmás, así como la primera bibliografía completa de Miró y su obra que confeccionan Sidonia Rosenbaum y Juan Guerrero Ruiz. Adicionalmente, aunque quizás de menor importancia crítica pero de gran significado biobibliográfico es, sin duda alguna, la sentidaBiografía íntima de Gabriel Miró de la pluma de su amigo y confidente José Guardiola Ortiz, prologada por la propia Clemencia Miró, hija mayor del desaparecido autor, y repleta de fotos y grabados que Juan Guerrero Ruiz y otras amistades de Miró quisieron aportar. Este primer libro en torno a nuestro autor, acaso contribuya asimismo a despertar cierto interés académico en la narrativa mironiana, ya que muy pronto las tesis doctorales no se hacen esperar. Entre éstas descuella indudablemente la de Raymond Vidal, presentada como memoria de tesis para el Diplome d'Études Superieures a la Facultad de Toulouse, y finalmente publicada póstumamente en 1964 bajo el título de Gabriel Miró. Le Style. Les Moyens d'expression.

El paréntesis que el trienio (1936-1939) de la Guerra Civil supone para toda labor intelectual y editorial en España pone fin a nuevos esfuerzos por estudiar y diseminar la importancia de la producción del autor alicantino. No obstante, uno de los empeños más admirables de aquella década es la puesta en marcha del proyecto de una «Edición Conmemorativa» de las obras completas. Patrocinada por la asociación «Amigos de Gabriel Miró», el primer tomo de la serie que constaría de doce volúmenes fue editado en 1932 (Del vivir y La novela de mi amigo) y el último (Años y leguas) en 1949. Esta «Edición Conmemorativa» es valiosísima en buena parte por los amenos prólogos que a respectivos tomos dedican Azorín, Unamuno, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Madariaga, Gerardo Diego, Gregorio Marañón, Ricardo Baeza, Augusto Pi Suñer, Óscar Esplá y el Duque de Maura. Por otra parte, se trata de una edición limitada, de doscientas cincuenta colecciones numeradas y vendidas por subscripción adelantada, de manera que hoy día su consulta es poco menos que imposible.

Yo tuve la buena fortuna hace unos años, cuando en compañía de mi mujer Joy, visité a la anciana Ernestina de Champourcin, viuda de Juan José Domenchina, de hallarme con esta curiosidad bibliográfica en su biblioteca particular y de tenerla en mis manos. La poeta de Vitoria, una de las pocas mujeres de la Generación del 27 que figuran en la famosa antología de Gerardo Diego, había conocido a Miró y frecuentado su casa como amiga de la joven y también poeta Clemencia. Sus recuerdos personales de Miró fueron para mí, en varias ocasiones en que la visitamos en su piso madrileño del Paseo de la Habana momentos emocionantes e inolvidables. Fruto de estas tardes de visitas a lo largo de varios años fue un libro en torno a la obra y biografía de Ernestina (Joy Landeira: Ernestina de Champourcin. Vida y literatura, 2005). El matrimonio Ernestina y Juan José, al ser éste secretario particular de Manuel Azaña cuando Presidente de la República, se vio obligado a abandonar España y vivir en un penoso exilio en Méjico hasta 1973. Ella se repatrió tras treinta y siete años de ausencia y falleció el 27 de marzo de 1999. Domenchina murió en el destierro el 27 de octubre de 1959.

Los amigos y aquellos otros que conocieron personalmente a Miró, han ido todos desapareciendo con el paso del tiempo -aun los más longevos. En nuestros días lo recuerda su familia, sin duda alguna y de modo especial su nieta Olympia Luengo Miró. Pero Miró existe hoy tan sólo en su obra, en nuestra imaginación y en lo que nosotros escribimos sobre su persona, sus novelas y sus cuentos. Le sobrevive, pues, no sólo su obra, sino también su nombre y una fama con la que jamás habría soñado este apartadizo y sereno buen hombre. En estos albores del siglo veintiuno el nombre de Gabriel Miró es más conocido y admirado que en la vida concluida en 1930. Su obra es más leída, admirada y estudiada que nunca; las ediciones de sus novelas cada vez más numerosas. A punto de concluirse está, como testimonio insoslayable, la más rigurosa colección de sus obras completas. Dirigida sabiamente por Miguel Ángel Lozano Marco, es ésta una ambiciosa empresa auspiciada por la Caja de Ahorros del Mediterráneo y por el Instituto Alicantino de Cultura «Juan Gil-Albert» de la Diputación Provincial de Alicante. Los dieciséis tomos que la integran, todos ellos a cargo de reconocidos investigadores mironianos, serán modelo de erudición y fuente de consulta para futuras generaciones de lectores y estudiosos de nuestro autor alicantino.

Yo llegué a conocer su obra muy tardíamente, ya como estudiante universitario, y de modo un tanto por casualidad al sernos señalada su novela Las cerezas del cementerio -puesta a la venta en el otoño de 1910- como lectura obligada de la asignatura. Fue allá por mediados de los años sesenta, cuando en la antigua Librería Fernando Fe, ubicada en la Puerta del Sol, tuve en mis manos por vez primera una obra de Gabriel Miró. El único ejemplar asequible en aquel momento era una paupérrima edición en rústica, editada por la casa Losada bonaerense, de pastas anaranjadas y hojas medio amarillentas con una consistencia de papel de estraza, totalmente desprovista de todo aparato crítico. Habría que esperar hasta casi treinta años más tarde cuando Miguel Ángel Lozano Marco diera a conocer la suya en Clásicos Taurus (Madrid, 1991), para leer no sólo con deleite sino con provecho la que Miró llamó en varias ocasiones su primera novela, acaso por tratarse de una obra cuya gestación se extendió a lo largo de muchos años y de muchas páginas que no pudo conseguir que fueran impresas en su totalidad. A mí me daba igual el título de por sí: me fascinaba por sugeridor, por decadente, por poético. La sinestesia evocada por la jugosa y dulce fruta estival por un lado, y el dolor y la tristeza de la muerte por el otro, era algo que yo estaba deseoso de conocer mejor. La lectura de esta novela levemente erótica, nietzscheana y dolorosa no sólo colmó todas mis esperanzas de lector poco experto sino que me incitó a otras compras mironianas en Fernando Fe. Nada recuerdo de las lecciones escuchadas los días que se comentó en clase la obra. Creo que el catedrático de la Complutense se limitó a decirnos unas palabras de la vida del autor y que el resto de las horas nos pasamos escuchándole leer párrafos escogidos según su propia sensibilidad. Era un hombre ya maduro, serio y parco en el trato aun cuando procuraba ser amable, pero cuando nos leía los textos que él mismo había escogido, en el aula no se oía un suspiro, sino su voz apasionada y clara que comunicaba a cuantos le escuchábamos un deleite auténtico y hondamente sentido.

Las cerezas le siguió El humo dormido, texto que leí por mi cuenta una vez iniciado en la estética mironiana, pero cuyas dificultades como pieza narrativa tan sólo conseguí resolver a medias ayudado por la introducción y las notas al pie de página de las que venía acompañada la diminuta edición de la Biblioteca Anaya y que había sido realizada por Vicente Ramos. Una vez en Estados Unidos, el historiador valenciano discípulo de Américo Castro, Miguel Enguídanos, al hablarle yo entusiasmadamente de esta obra tan heterodoxa sacó de su estantería un ejemplar de El humo editado por otro profesor también amigo de don Américo y suyo, Edmund King, destinado a un público angloparlante cuyo número de notas ascendía nada menos que a las quinientas nueve. Prendado de tamaño esfuerzo de erudición, y persuadido de que mi afición por la literatura mironiana era compartida por otros de más ciencia y experiencia que la mía, debo haber decidido en aquella ocasión que el enfoque de mis labores de doctorado versarían en su mayor parte en torno a la narrativa de Gabriel Miró.

Paulatinamente, y a medida que avanzaba en mis estudios de postgrado, fui leyendo otros libros de Gabriel Miró, igualmente difíciles e igualmente extraños. Recuerdo bien una curiosidad que a veces era tentación y otras recelo de acercarme a las Figuras de la Pasión del Señor. Había descubierto anteriormente el vendaval de controversias que se había cernido en torno a esta obra y las consecuencias que su autor había tenido que sobrellevar a lo largo de varios años. Nuevamente la historia de sus libros juntamente con su biografía constituía una incitación a ahondar todo lo posible en la obra propiamente dicha. Quería dejarme llevar a ella por la elaboración, por la gestación y por las circunstancias que la habían propiciado y, antes aún, que la habían sugerido a su creador. En el caso de las Figuras de la Pasión yo me fui enterando poco a poco de cómo todo aquello seguramente había tenido lugar.

Miró, inquieto por lo que percibía como falta de oportunidades para mejorar su situación económica y editorial, decidió dejar atrás su cargo de cronista de la ciudad de Alicante, y mudó su familia a Barcelona en 1914. Allí tenía varias amistades en el mundillo de las letras y llevaba colaborando varios años en la prensa barcelonesa -de modo más asiduo en el Diario de Barcelona-, desde 1911; a partir de 1913 en La Vanguardia y, finalmente, en La Publicidad desde 1918. En el segundo diario precisamente, Miró publicaría los primeros bosquejos de varias figuras bíblicas que más tarde incorporaría a su libro. La primera fue la de Judas aparecida el 8 de abril de 1914 y otras le siguieron en las semanas y meses próximos: Simón de Cyrene, José de Arimathea, Barabbás, Annás, y María Cleofás; la última con fecha del primero de abril de 1915.

Si bien Miró había sido educado por los jesuitas en el Colegio de Santo Domingo de Orihuela y su padre también había estudiado algún tiempo para el sacerdocio, nuestro escritor muy posiblemente no hubiera determinado escribir una obra en torno a la Pasión de Cristo de no habérsele confiado un proyecto que, como casi todos aquéllos en los que pretendió sacar grandes ganancias, se trocó en nueva desilusión. Miró siempre soñó con la posibilidad de ganar y ahorrar el dinero suficiente como para dedicarse exclusivamente a su arte sin tener ni que trabajar para sostener a su familia, ni tener que vender sus libros para comer de ellos. Vivía también ilusionado con la posibilidad de construirse una casita en las afueras de Alicante, o en Polop, la casa de Sigüenza, donde recogerse y escribir sus obras.

Uno de estos proyectos que tanto prometían, fue su nombramiento como director de una enciclopedia sagrada para la editorial Vecchi y Ramos. Durante catorce meses trabajó Miró ahincadamente en una labor que no le dejaba tiempo para su propia creación, pero que era de su agrado y se dedicó a ella con entusiasmo. Desgraciadamente, la incertidumbre económica y la inestabilidad política resultantes a causa de la primera guerra mundial, pusieron fin a la empresa. La editorial se declaró en quiebra y, de la noche a la mañana, nuestro escritor que no había percibido sueldo alguno en espera de una remuneración final, se encontró nuevamente sin medios para alcanzar siquiera un vivir desahogado para los suyos. Por si semejante revés no fuese amargura suficiente, por aquel entonces Barcelona fue presa de una epidemia de tifus que afectó la salud de su hija Clemencia. Fueron aquellos unos días de indecible angustia para el necesitado escritor y su familia. Una vez salvado el peligro Miró, como acción de gracias, escribió un pequeño auto sacramental, La cieguecita de Betlehem, para el que compuso la música su amigo Enrique Granados, habiendo sido sus hijos también víctimas de la plaga. Las familias de ambos artistas representaron este opúsculo, que sigue inédito, en las Navidades de 1915.

Los meses de trabajo, ahora nos damos cuenta, no habían sido en vano. De los conocimientos adquiridos para la enciclopedia sagrada, Miró sacó la materia prima para su obra más discutida y menos entendida, pero quizá la que le dio más renombre por algún tiempo. Publicada en dos tomos en 1916-1917, las Figuras de la Pasión del Señor fue acogida primeramente con recelo y muy pronto denunciada por varios grupos como heterodoxa a la hagiografía católica. Es una situación un tanto semejante en la que se viera en el siglo XVI el agustino Fray Luis de León, perseguido por haber disputado sobre un texto bíblico (Biblia de Vatablo) y encarcelado por acusaciones de bandos universitarios envidiosos. La Pasión, según la reconstruye Miró, desde la llegada de Judas hasta el climax de la Crucifixión y la sugerencia de una consecuente Ascensión, está compuesta por una serie de estampas que se acerca a los caracteres bíblicos desde un punto de vista más bien literario, pero con el debido pudor de un creyente como él lo fue siempre. La visión estética del santoral bíblico acarreó al autor muchos disgustos por mucho tiempo. Inicialmente la presencia del libro en los escaparates causó revuelo tal, que las librerías religiosas acabaron por retirarlo de un lugar tan prominente. Le criticaban la obra sin haberla leído cuantos maldecían de ella. El editor del periódico El Noroeste de Gijón, fue encarcelado por publicar un capítulo de las Figuras de la Pasión el día de Viernes Santo, 6 de abril de 1917. Hojeando nuevamente ahora aquel ejemplar de la editorial Losada adquirido en 1965, gemelo del de Las cerezas del cementerio, me parece mentira que tan significante obra siga en espera de una edición crítica recomendable al cabo de noventa y tantos años de su inicial aparición.

En agosto de 1965 pasé unos días en Nueva York, haciendo no sólo el turismo obligado de la Quinta Avenida, el barrio teatral de Broadway, el Museo Guggenheim y el Museum of Modern Art -o MOMA, según lo apodan los de allí-, sino también algún que otro lugar de cierto tufillo literario como el Washington Square donde Henry James ubicara su conocida novella homónima, así como una conocida librería española hoy desaparecida. En el establecimiento Las Américas me entretuve un rato largo hurgando por las estanterías y curioseando lo mucho que allí había de nuestros clásicos. Por fin di con una sección bastante nutrida de literatura moderna, cuidadosamente ordenada según el apellido de cada autor. Nada difícil encontrar a Miró, debidamente colocado entre los nuevos ofrecimientos de

Ana María Matute y Dolores Medio a la izquierda y varios tomos de la editorial «Revista de Occidente» pertenecientes, ni más ni menos, que a su fundador José Ortega y Gasset a la derecha de, entre otros tomos, dos ejemplares de El obispo leproso. La profunda ironía de semejante proximidad fue para mi instantánea e inevitable. Yo sabía de sobra la historia del injusto y caprichoso ataque que, el 9 de enero de 1927 en El Sol, Ortega había lanzado contra la novela de Miró. Una de las repercusiones de tan frívola, pero sonada emboscada, lamentablemente había ocasionado la retirada de la edición inglesa de las Figuras de la Pasión. Muertos ambos escritores, Miró a la larga había vuelto a ocupar el puesto que le correspondía -codeándose con su verdugo- en la ciudad americana más importante en el mundo de las letras.

Así como a algunos de nosotros el título mismo de El obispo leproso nos llama la atención por extraño y enigmático, muchos otros -mayormente los que se identifican con grupos o sectas- lo condenaron otra vez sin siquiera haber leído la obra. No cicatrizadas todavía las heridas recibidas como autor de las Figuras, en Miró se ensañaron nuevamente los elementos más cerrados y conservadores tanto del lado eclesiástico como del académico. Los ataques fueron numerosos, absurdos y crueles, y si bien entristecieron a nuestro autor, él únicamente se dignó a responder públicamente a la maliciosa reseña orteguiana con un texto propio tituladoSigüenza y el mirador azul y dedicado a su irresponsable acusador. No cabe la menor duda de que la constante y deliberada exclusión de Miró como miembro de la Real Academia Española en los años veinte, así como la negativa del Premio Fastenrath de la misma institución, son las últimas y más sentidas consecuencias de la«osadía» como se calificó la publicación de las Figuras de la Pasión del Señor y de El obispo leproso, por parte de su autor.

Si bien yo estaba perfectamente enterado de las controversias en torno a El obispo leproso, nunca había leído esta obra ni tampoco su primera parte, Nuestro Padre San Daniel. Cogí ambos tomos de la Biblioteca Nueva, dejé que me los envolvieran y salí con ellos a la calle en busca de uno de aquellos taxis amarillos de Nueva York que me llevase al aeropuerto. A las siete de la tarde cogía el vuelo de la también hoy desaparecida TWA rumbo a Madrid. La travesía atlántica jamás me pareció tan abreviada ni tan ajena como aquella en la que penetré en el distante mundo de Oleza.

En el curso de mis lecturas de Miró, sus libros y la crítica en torno a ambos, empecé a darme cuenta de las muchas veces que surgía el nombre de un personaje en particular, el nombre que Miró había puesto en su réplica escrita a Ortega: Sigüenza. Sólo Sigüenza, así, a secas, sin otro nombre ni apellido y, cosa más rara, a veces el propio Miró firmaba sus cartas con este nombre. En otras ocasiones hasta lo convertía en nombre común, de índole peyorativa, supuse, acuñando la palabra«sigüenzadas». El caso es que, ahora, determinado ya a escribir mi tesis doctoral sobre una o varias obras de Gabriel Miró, empecé a coger apuntes de cuanto podría interesarme para mi futuro proyecto y consultar con aquellos cuyos nombres encabezaban los ensayos y libros escritos sobre nuestro autor. Me pareció lógico hacer un estudio que agrupara las tres obras protagonizadas por el constante, peripatético y enigmático Sigüenza. Vi cómo las razones más poderosas, primero, el allegamiento de creador y criatura. Sigüenza y Miró siempre coexistieron. Los libros en los que figura aquél como protagonista marcan significativamente la producción de su autor.Del vivir, aunque sabemos que no es la primera obra de Miró, es la que consta como tal en la única edición de las Obras Completas que yo tenía a mi alcance en aquella época. El Libro de Sigüenza coincide casi exactamente con el punto medio de la narrativa mironiana: el autor lleva publicada buena parte de su obra. Y Años y leguas, último libro sigüenciano, viene asimismo a ser -tristemente- el último que Gabriel Miró publica en vida con fecha de 1928, dos años antes de morir. He aquí cómo, paradójicamente, Ortega me llevó a dar con el personaje más importante de los libros de Miró y el que se convertiría en el foco principal de gran parte de mis estudios. O, en palabras de Fray Gómez, protagonista de la tradición peruana de Ricardo Palma, «El alacrán de Fray Gómez», cómo, por ir al mal fui al bien.

Regalo de mis padres fue el bello tomo de Obras Completas de la Biblioteca Nueva, encuadernado en piel granate, de cantos dorados, papel biblia y su roja cinta marcadora de la última página leída. A mí siempre me recordaba un libro sagrado, como el que de monaguillo usábamos para decir misa en la capilla del Alto del Castaño donde me crié. El volumen se convirtió en constante vademécum por el período de tres años que tardé en sacar el título de doctor en Filosofía y Letras. A través de Miró conocí a otros que, como yo, sentían una devoción y un entusiasmo por su estética, por su manera de escribir, de comunicar sentimientos, ideas e ideales. Vicente Ramos fue uno de los primeros a quienes acudí en busca de oscuras e inasequibles publicaciones como el precioso primer homenaje de Polop de la Marina, titulado El lugar hallado, donde las firmas de Azorín, Dámaso Alonso, Óscar Esplá, Antonio Buero Vallejo, Gregorio Marañón, Ricardo Gullón y del propio Vicente Ramos, dan testimonio de la infinita bondad y del arte de nuestro autor. Desinteresadamente no sólo me envió semejante joya, sino que atendió siempre a mis preguntas y me señaló otros caminos insospechados para mí. Sus libros, empezando por la primera versión de la Vida y obra de Gabriel Miró en 1955 y luego ampliada considerablemente, hasta el último del que tengo noticia, Vida de Gabriel Miró, publicado cuarenta años más tarde, son indispensable consulta para todo estudioso de Miró.

Otros a quienes me dirigía con frecuencia, aunque no siempre compartieran mi dilección por Miró la entendían perfectamente y procuraban remitirme a amistades mejor capacitadas que ellos mismos para sacarme de una que otra duda. Tal fue el caso del filósofo Julián Marías, profesor mío durante algunos años y merced a quien conocí a otro vallisoletano, Heliodoro Carpintero, que sabía no sólo de la obra sino que había tratado personalmente al propio Miró. Sus largas cartas impecablemente mecanografiadas -era, según creo, inspector de segunda enseñanza- y las cuartillas de aquel papel de avión antiguas llenas de datos, a veces de redacciones enteras copiadas de fuentes inaccesibles para mí, son gestos tan amables que jamás los podré olvidar. Con igual estima todavía guardo también las cartas del otro joven que había admirado a Miró desde cerca, el poeta Jorge Guillén, brindándome no sólo sus pareceres en torno a cuestiones que le había yo planteado sino su amistad «y no sólo en Gabriel Miró», según me escribía en los meses del verano de 1979, cumplidos ya los 86 años, por lo cual firmaba siempre con: «Un abrazo de su muy viejo amigo». También desaparecidos hoy pero igualmente presentes en el recuerdo por su adhesión a nuestro escritor lo son Enrique Anderson Imbert y Ricardo Gullón. Ambos fueron atentos y generosos en extremo con el desconocido investigador que era yo al solicitarles sendas colaboraciones para una colección de ensayos con la cual pretendía conmemorar el primer centenario del nacimiento de Miró. Si el libro Critical Essays on Gabriel Miró (SSAS, 1979) tuvo algún éxito, a ellos dos y a varios mironianos se deberá. A otros mironianos más los admiré también desde lejos primero antes de conocerlos siquiera epistolarmente, como sucedió con Edmund King que ejercía de catedrático de literatura española en la Princeton University, donde había estado anteriormente Américo Castro. Edmund, a quien me había dirigido tras leer sus magistrales ensayos sobre Miró, me confesó meses -o a lo mejor años- después que había traspapelado mi carta y que la había descubierto pasado mucho tiempo, por lo cual me pedía perdón invitándome a su casa de Princeton a curiosear en su biblioteca y a hablar cuanto quisiera de Miró y su obra. Hoy, con sus noventa y dos años encima, Edmund King sigue fiel a Miró y firme en su amistad con todos los mironianos que hemos tenido la fortuna de conocerle y aprender de él desde hace medio siglo.

Publicado mi Gabriel Miró: Trilogía de Sigüenza en 1972, nunca he desaprovechado la ocasión de volver a labrar en el huerto de Gabriel Miró. A lo largo de treinta años de docencia universitaria, mis deslindes literarios han sido muchos y varios: desde Cervantes hasta los poetas más desconocidos, como es el caso del modernista ferrolano Ramón Goy de Silva, desde la narrativa de Henry James hasta el pensamiento de Ramiro de Maeztu, en mi curriculum vitae hay de todo un poco. Pero siempre he querido volver a Gabriel Miró, siempre lo he tenido presente como un locus amoenus al cual acogerme cada equis número de años o de cursos académicos. El mismo placer, una idéntica estima me sobrecoge cada vez que me sumo en una de sus obras tan perfectamente engarzadas como las de un orfebre de antaño. Estas deseadas vueltas al ameno recinto mironiano han dado ocasión no sólo a nuevas publicaciones, sino también a nuevas amistades, duraderas como las antiguas más arriba mentadas, y que sumadas a ellas me hacen pensar en una hermandad tanto académica como familiar, cuyos lazos son los textos mironianos que todos compartimos y que nos atan para siempre. Con motivo de recientes trabajos en torno a la obra de Gabriel Miró he tenido la suerte de ser bienvenido al recinto alicantino nativo de Miró por otros admiradores suyos como Miguel Ángel Lozano Marco, Enrique Rubio Cremades, Rosa Monzó, y he podido renovar amistades contraídas mucho antes como la de Vicente Ramos. Los recientes simposios internacionales han sido igualmente una oportunidad única para reunirse y colaborar una vez más profesores e investigadores cuya dedicación a la obra mironiana es indiscutible.

De esta forma Gabriel Miró me ha acompañado a lo largo de tres décadas de mi madurez vital e intelectual. Su compañía ha sido la más grata, la más constante e indudablemente la más duradera. Al igual que la amistad entre dos amigos no se quiebra ni se disminuye por años de ausencia, de silencios o de distancia que los separe, tampoco mis alejamientos intermitentes de los textos mironianos han disminuido en ningún momento mi perenne atracción por los eternos valores encerrados en las páginas de sus libros. Ahora que sé que pocos son los libros que me quedan por hacer, tengo ya empezado en mi telar el que acaso sea el último que escriba y que será una vuelta al primero que publiqué sobre Gabriel Miró y su entrañable Sigüenza hace ahora treinta y tres años. Quiero que de este modo mi círculo como lector, investigador y catedrático se cierre con una despedida serena y evocadora del compañero más leal que he tenido en mi vida.


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