domingo, 27 de junio de 2010

Elogio del silencio y vituperio del ruido

Creo en la naturaleza del silencio. Creo que hay algo benéfico y hasta saludable en la contemplación silenciosa de un paisaje o en la compañía silenciosa de dos que se amen.
Creo en el silencio buscado deliberadamente, como dique natural ante el embate de los chismes, de la calumnia, de la trivialidad. Creo en el silencio como antesala del estudio y de la escritura.

Tengo en mente, ahora, diversas escenas en que aparece el ruido.

Una fue hace varios años, en la secundaria. Era la hora de Filosofía y teníamos que leer y comentar algún capítulo de Manuel García Morente. Estábamos concentrados en la tarea, nadie hablaba y la situación era natural. Una compañera no pudo resistir y exclamó "¡qué silencio!". Lo dijo con asombro genuino, como si tal comportamiento fuese chocante.

Hacia 2003-2004, visitaba a mi amiga y maestra Eva García en un geriátrico clandestino-ninguna placa lo identificaba- en el que estaba recluída contra su voluntad. Todas las veces que la fui a ver, había un televisor encendido que nadie miraba. La última vez que la visité, fue poco después del almuerzo y los demás ancianos se habían retirado a dormir la siesta. Nos pusimos a conversar y en algún momento le comenté algo sobre el volumen del televisor y me dijo "¡sí, bajalo! Total, nadie lo mira...". Eva necesitaba caminar: se apoyó en mi brazo y dimos varias vueltas a la mesa del comedor, a paso lento.
Fue la última vez que hablamos.

Otra ocasión fue en el Hospital Roffo, un centro oncológico donde mi padre hacía su tratamiento. Esa mañana llegué temprano y estaba en una minúscula sala de espera. Había un televisor encendido y en el canal de Crónica, con su habitual repertorio de crímenes, policías corriendo, y multitudes exaltadas. Como no tenía ningún interés en intoxicarme tan temprano, me puse en puntas de pie y apagué el aparato.
Al rato, apareció una enfermera que miró contrariada la pantalla gris.
- ¿Qué pasó? La tele estaba prendida.
- Sí-le respondí- yo la apagué.
Con gesto de fastidio la volvió a encender, diciendo a media voz "bueno, pero la gente se aburre" al tiempo que se retiraba.
Miré a mi alrededor.
Nadie.
Yo era, en todo caso, la única "gente" que había.
De modo que, o yo estaba aburrido, o yo no era gente.
Hasta el año 2009, la confitería Saint Moritz- en la esquina de Esmeralda y Paraguay- era una de las más singulares del microcentro porteño. La iluminación y el mobiliario son de la década del 50. Madera oscura, sillas de cuero rojo, manteles amarillos. Dado que en la cuadra adyacente al Saint Moritz hay una playa de estacionamiento, no hay edificios altos y a partir del mediodía entra la luz generosamente a través de los ventanales. Y era uno de los pocos bares que quedaban sin televisor, de modo que cuando quería esa feliz conjunción de leer un libro y tomar un café, sin más sonido que el rumor de la conversación en las otras mesas, no había mucho para elegir.
Entré la semana pasada al Saint Moritz y me senté junto al ventanal que da a Paraguay, para leer con luz natural. Algo había cambiado. Varias cabezas se orientaban al mismo punto: un televisor que no tenía nada qué hacer en ese ambiente, ponía su nota de estridencia y agitación.
El Saint Moritz, ahora, es un sitio más.
Su singularidad ya era cosa del pasado.


Y tengo en mente una escena de silencio.

A principios de 1984, a los 19 años, pasé dos semanas como huésped en la abadía benedictina de Los Toldos. Recuerdo el silencio en el que viví en aquellos días, lejos del mundanal ruido, como diría Fray Luis de León. Los monjes tenían un horario determinado para conversar. Había un tiempo de silencio y un tiempo de diálogo.
Cuando volví a la vida cotidiana, traté de llevar conmigo aquel silencio.

En medio de la rutina- ¿qué será la rutina?-tengo momentos en que entro y salgo de aquel silencio.
Como si fuera el único habitante de un monasterio laico.
Y así sobrevivo.


5 comentarios:

Manuela dijo...

como me gusta tu bloggg
sos tan groso nene!!!

Lisarda dijo...

gracias, Manu! Me alegra que te haya gustado este posteo, un beso.

Gerana Damulakis dijo...

Aqui se passa o mesmo, há TV nos restaurantes e em todos os cantos, já não se pode conversar.

Lisarda dijo...

Viste, Gerana? É trágico!
Espero que, no futuro, alguém re-invente bares para algo tão simple como falar entre nós.

Bípede Falante dijo...

O silêncio é vital! Embora, como diga o John Cage, não exista em absoluto.