Hay muchos libros que no he vuelto a leer.
Libros que provenían, mayormente, de la biblioteca familiar.
Es lo primero que se me ocurrió pensar.
Pero después pensé: no son muchos libros, a lo sumo son muchos años entre una lectura y otra.
A los 17 ya no leía lo mismo que a los 12.
Y sin embargo, a los 12, era prácticamente invencible.
Leía un libro gigante, lleno de fotos, que se llamaba Maravillas del mundo animal.
Leía El maravilloso viaje de Nils Holgersson, de Selma Lagerlof.
Leía a Julio Verne.
Leía Juvenilia de Miguel Cané y Chico Carlo de Juana de Ibarbourou.
Leía Mi planta de naranja-lima de Vasconcelos.
Leía La Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento.
Alguna vez intenté meterme en el mundo de Mujercitas u Ocho primos de Louise May Alcott, que leía mi hermana, pero volvía con más fidelidad a Tom Sawyer.
Leía las Obras completas de Rubén Darío.
Leía el Quijote y las Novelas ejemplares.
Leía a los poetas gauchescos.
Leía La divina comedia en la traducción de Mitre.
Leía el teatro de Plauto y Eurípides.
Leía poesía y teatro de Lope de Vega.
Leía la biografía de Lope de Vega por Joaquín de Entrambasaguas.
Leía Azabache de Ana Sewell.
Leía Doña Inés y otros libros de Azorín.
Leía Mis montañas de Joaquín V González.
Leía El príncipe valiente de Harold Foster.
Leía Corazón de Edmundo de Amicis.
Leía Las doradas manzanas del sol de Ray Bradbury.
Leía Pago Chico de Roberto J. Payró.
Leía Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes.
Leía El Principito de Saint-Exupéry.
Intentaba leer La guerra gaucha de Leopoldo Lugones, y fracasaba. Reintentaba.
Leía todo lo que hubiera de Horacio Quiroga.
Leía Caminos sin ley de Graham Greene.
Leía Ana Karénina de Tolstoy.
Leía un libro que traía los diálogos platónicos. Me alucinaba que alguien pudiera aprender así, conversando.
Leía El inglés de los güesos de Benito Lynch
Leí algo del teatro de Jacinto Benavente, pero es como si nunca lo hubiese leído.
Nunca pude leer a Enrique Larreta.
Leía David Copperfield.
Leía Robinson Crusoe.
Leía La Celestina, sin entenderla.
Leía, a escondidas, Las posadas del amor de Felipe Trigo.
Leía Mafalda de Quino.
Leía Poesía española, un hermosísimo libro de Dámaso Alonso.
Leía Interpretación y análisis de la obra literaria de Wolfang Kaiser.
Leía Rubén Darío y su creación poética de Arturo Marasso.
Leía El arquero divino de Amado Nervo.
Leía La ciudad sin Laura de Francisco Luis Bernárdez.
Leía los tomos de la Enciclopedia Barsa, edición 1973.
Leía un diccionario mapuche-castellano.
Leía el diccionario de la Real Academia Española, edición de 1947.
Leía Niñez en Catamarca de Ricardo Levene.
Leía la Historia argentina, también de Ricardo Levene.
Contra toda la teoría pedagógica de que es necesaria cierta madurez psicofísica para comprender determinados libros, creo, por el contrario, que la experiencia de la lectura también nos hace madurar.
Entre ese niño de 12 años y este adulto de 45 hay un territorio común que permanece igual: la valoración de la lectura como parte de la propia historia y del cruce continuo entre la vida y el arte, entre el mundo vivido y el mundo narrado.
En el fondo, no sé si querría releer todos esos libros.
Lo que quizás quiera, sin declararlo, es volver a leer como leía entonces: ajeno a todo, con un tiempo casi ininterrumpido, y con la alegría de los primeros descubrimientos.