Borges afirmaba, en un poema, que ordenar bibliotecas es ejercer, de un modo modesto y silencioso, el arte de la crítica. Con un argumento metaliterario, Martha Cooley traza, en esta espléndida novela, dos historias paralelas que en algún momento-al mejor estilo Vargas Llosa-comienzan a entrecruzarse.
Matthias Lane, viudo, trabaja como archivero en una universidad norteamericana y tiene a su cargo custodiar un tesoro reservado a los estudiosos: las cartas inéditas intercambiadas entre T.S.Eliot y Emily Hale. (Una oportuna advertencia nos informa que, "todos los personajes, salvo los del poeta T.S.Eliot, su primera esposa, y su amiga Emily Hale, son imaginarios"; asimismo, la autora admite estar en deuda con la biografía que de Eliot hiciera Lyndall Gordon).
A pesar de este breve descargo en favor de la acotada verosimilitud, lo cierto es que lo más admirable es, precisamente, la imaginación recreadora de Martha Cooley. La irrupción, en la vida rutinaria del archivero, de Roberta Spire, una estudiante que busca indagar en el epistolario prohibido; el parecido entre ésta y la mujer del archivero, que era poeta; el paralelismo tácito entre la mujer del archivero y la mujer de Eliot, son momentos de una delicadeza y tensión narrativa irresistibles.
Párrafo aparte merece-para quien esté al tanto de las hipótesis biográficas en torno de T.S.Eliot- la oscura presencia de Vivienne, quien vivió sus últimos diez años en un manicomio de Londres. En la página 24 de mi edición española, leo: "Debajo de un antifaz de penitente se ocultaba aquel hombre ambicioso que era Eliot. Sabía que la locura de su mujer podía diezmarle todas las posibilidades. Aunque se las ingeniaba para protegerse de ella, persistía la mancilla que ensuciaba, indeleble, su relación. (...) ("En cuanto a la mente de Tom, su mente soy yo", escribió Vivienne a una amiga poco después de ser internada)". Párrafos como éste, supongo, serían la delicia de los que practican la crítica genética y se ponen a dilucidar la autoría intelectual de las correcciones manuscritas a The Waste Land.
(Esto, por no hablar de la crítica biográfica doméstica: recuerdo la monumental biografía de Nora Barnacle, la mujer de Joyce; valga lo mismo para las elucubraciones tejidas sobre Lucía, su hija, atendida por problemas mentales por Jung y que muriera en 1982, justo para el centenario de su padre: algo de voyeurista elemental so pretexto de crítica literaria hay en esos intentos)
Lo genial de Martha Cooley es que ha puesto en tensión estas dos tendencias: la del límite- si una dedicatoria o la marginalia de un autor puede entrar en sus Obras Completas- y su opuesto, la curiosidad por la memorabilia y las reliquias que buscan los fans.
En esa tensión, gana el límite. El archivero piensa: "Yo sabía que las cartas de Eliot a Emily no constituían un legado que hubiera hecho él (...) Lo que él nos legó fue su poesía. Era lo único que importaba. Lo demás no era de nuestra incumbencia."(Bastardilla en el original, como para decir: esto va por unos cuantos...)
Y está bien la advertencia: ya estaba,yo, acariciando una tesis parecida para el tándem Sylvia Plath y Ted Hugues...
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