La primera edición de El
alma del Gardel, de
Mario Levrero (1940-2004), apareció en Montevideo en1996,
once años después del estreno de Gardel, el alma que canta, una película
documental dirigida por Carlos Orgambide y producida por el cantante Ramón
“Palito” Ortega, en la que el caricaturista Hermenegildo Sábat, el jockey
Irineo Leguisamo y el compositor Enrique Cadícamo, entre otras figuras del Río
dela Plata, se refieren tanto a la destreza de Carlos Gardel para el canto como
a su aura, además de desarrollar a coro una secuencia de anécdotas —alguna de
ellas paranormales— que sobrealimentan su misterio.
La historia que cuenta Levrero en El
alma de Gardel funciona
como el laboratorio de sus títulos más célebres : El
discurso vacío (también
de 1996) y La novela luminosa, libro póstumo y
obra cumbre publicada en 2005. Allí el narrador es objeto y testigo de una
serie de peripecias que no alcanzan el status exterior de lo que podemos llamar
“aventuras” porque se trata en gran parte de una aventura interior. En la
primera escena hurta un paraguas de una biblioteca. Lo sigue un hombre, quien
encarna “el alma de Gardel” y se manifiesta como una fuerza física que primero
llama a su puerta y posteriormente lo centrifuga y lo hace levitar en el
dormitorio. Luego se suceden series de encadenamientos mentales (llamémoslos,
sin temor, “la trama”) que pueden resumirse como una experiencia reflexiva
acerca de la composición del recuerdo, lo que opera como una fuente de
especulaciones que pone en marcha la narración intensiva de Levrero, a contracorriente
del carácter expansivo del género.
Sobre el final, el narrador, que va descubriendo su
mundo interior mediante la contemplación de la dinámica urbana (cuya variedad
le hace exclamar : “Cuántos mundos”), una especie de etnografía espontánea
que le sirve para distinguirse en el conjunto, a la que le agrega algo que no
es otra cosa que paciencia, el insumo principal de la
poética de Levrero, se descubre cuál es el libro que en algún momento de la
historia intenta encontrar en las librerías : “Memoria y percepción”. El
libro —del que no se refiere ni siquiera el nombre de un autor falso— no
existe, pero si existiera es más que evidente que sería Henri Bergson.
Eso que hemos llamado “la trama” para no perdernos
es, en El alma de Gardel, una multiplicidad de pequeños
elementos combinados, muchas veces de manera inconsecuente o siguiendo líneas
causales quebradizas. En primer lugar (he aquí el primer elemento de varias
novelas de Levrero), el narrador, un investigador de la obra de Gardel que no
se anima a llamarse a sí mismo escritor (“hay pocos escritores en el mundo que
merezcan ese nombre”), quizás porque en su propio régimen encaja mejor como un
personaje solitario que no teme asumir su misantropía y que se vincula mediante
incidentes con otros personajes, de los que absorbe toda la energía dramática
que hace funcionar su romanticismo.
Estos personajes pueden tener, por un lado, un
carácter doble, como el señor Caorsi, un desconocido con quien el narrador
juega al ajedrez, y que cambiará de nombre y figura dos veces a lo largo del
relato (una concesión a ese otro mundo que tienta a Levrero en todos sus
libros : un mundo de perfiles fantásticos que convive con la realidad
básica, es decir la realidad acordada) ; y por el otro, las mujeres, un
elenco más bien gaseoso que se manifiesta en forma de recuerdos o fantasmas aun
cuando, como en el caso de Verónica, una supuesta sobrina muy joven de la que
el narrador se enamora, se presenten mediante un vínculo de actualidad,
contemporáneo de una escritura que tiene algo de un diario que recoge menos los
testimionios de una actividad vital que los de una sensibilidad. Levrero
exprime los actos de sus personajes y trabaja con lo que queda de ellos, una
materia residual muy parecida al conocimiento que sucede a la experiencia, en
este caso la experiencia inmóvil de sentir. Conocer, para Levrero, es
detener la experiencia y exponerla mediante las reglas de una actividad
laboratorista ; es decir, tomar pruebas de la experiencia vital reducida a
los fenómenos de la percepción (la extracción, el hisopado, el sondeo, el buceo
escópico, son sus “métodos” de aproximación) y traducirla a unos pocos
resultados que, para hacerle honor a su ambigüedad, debemos llamar “variables”.
La literatura achica el tamaño de la experiencia pero a cambio de obtener su
verdad más intensa : aquello que sucede, invisible, a la vista de todos.
Esas combinaciones se multiplican en una serie de
escenarios sobre los que Levrero establece deslizamientos de categorías sin que
se noten los saltos. Tanto los planos de la percepción (sueño, vigilia,
alucinación) como sus herramientas auxiliares (pensamientos, recuerdos) forman
una misma materia narrativa dada por contigüidad o por asociaciones que
responden del mismo modo, y con la misma obediencia, a los llamados de la
lógica y el oscurantismo.
Debería recordarse que Mario Levrero publicó en
1978 Manual de parapsicología, y que la psicología “paralela”
fue un discurso, entre otros, adoptado con franqueza durante la escritura de El
discurso vacío. Además,
es sabido que le dio mucha importancia a su lectura de Psicoanálisis
del arte,de Charles
Baudouin (1893-1963), un psicoanalista suizo que se inclinó hacia métodos
heterodoxos como el autoconocimiento por medio de la autosugestión, ese tipo de
exploración personal que hoy puede reconocerse como una de las vertientes de la
autoayuda.
El libro de Baudouin, según él mismo lo ha
manifestado en varias entrevistas, resume lo que Levrero piensa sobre la
relación autor-lector, una relación “de alma a alma”. Por esa razón —porque esa
relación le parece posible— detesta la crítica que se interpone entre la
conexión de ambas sensibilidades. El alma es para Levrero una unidad de sentido
integral y constitutiva de varios de sus libros. Está presente en El
alma de Gardel, por supuesto ; y también en El
discurso vacío, donde se
describe el alma como un fenómeno de la percepción que no está dentro de lo que
sería la carta de percepciones normales.
9Las percepciones regladas, normalizadas, incluso
enumeradas por el formato clasicista de los cinco sentidos, no convencen a
Levrero como dispositivo capaz de recibir esa literatura ambiental que, al paracer, habría en la
realidad, y de la que intenta extraer sus novelas. Para él hay un más allá que
se puede percibir si se dispone de una antena novedosa : la antena que
pueda captar la etología del novelista. Dicho de otro modo, el novelista es un
animal del que vale la pena conocer sus hábitos cotidianos, mínimos y a la vez
trascedentes, porque en ellos opera no un estilo (que Levrero detesta a punto
de convertirlo en el tema
de El discurso vacío) sino una percepción especial que en el
momento de manifestarse ya es una literatura a la que sólo le falta ser
trancripta.
El alma de Gardel, El discurso vacío y La novela luminosa son novelas que responden
artísticamente a la falta de concentración. Hay una lucha que sostienen el
deseo de escribir y su enemigo íntimo y público : el entorno. En ese
entorno figuran la familia, la sociedad, las interrupciones originadas por el
mundo exterior y todo aquello que Roland Barthes llamó, en La
preparación de la novela, la “gestión”, un sistema de compromisos
ciudadanos que destruyen la unidad romántica del sujeto (y mucho más si ese
sujeto se encuentra preparando una novela) y lo aparta de sus asuntos. Pero el
drama mayor de escribir una novela —el drama mayor pero también todo lo que la
novela puede aspirar a ser— consiste en la infidelidad de la memoria : “Qué garantía,
pues, tendrá mi lector de la fidelidad de este relato que es, él, pura memoria
y sólo memoria”.
La memoria es la víctima de la desconcentración.
Pero esa fatalidad es reparada por el entretanto del no
sé qué hacer, el
momento verdaderamente real de la escritura de ficción. Ese incidente
constante, el de salirse de la vía por la que aparenta avanzar la novela, es la
marca astrológica de Mario Levrero, para quien el acto de escribir no necesita
un tema. Escribir sin tema es la experiencia normal de la escritura según
Levrero. Hay un suspenso en sus novelas —nuestra expectativa ya no es qué va
a ocurrir en la historia sino cómo va
a quedar— que se asemeja a un trabajo de descomposición, como si al cabo de la
lectura viésemos las novelas desarmadas, sometidas a un inventario en el que
figuran las descripciones detalladas de cada una de las piezas que las
compusieron. Las novelas de Levrero son hechos póstumos, posteriores a todas
las etapas de la confección literaria. Imaginar y escribir una novela es una
experiencia frívola si se la compara con la experiencia terminal de su
volatilización, lo que sucede, entre el milagro y el terror, durante la lectura
(como si leyéramos una nube).
El plan narrativo de Mario Levrero, si lo hubiere
en un sentido positivo, lejos de la idea progresista de que para narrar hay que
adelantarse, consiste en detenerse. Se trata de un suspenso intensivo y
formalista : suspender equivale a conocer, a ganar tiempo para que la
percepción fluya desde las profundidades de cada fenómeno acaecido y encuentre
su forma. Si se observa con atención, veremos que El
alma de Gardel es,
al margen de sus pocos personajes, la historia de unos cuantos objetos :
un paraguas rojo, un aviso de lencería, un libro y “un alma”. Pero no son
objetos recortados sino versiones difusas del mundo físico atravesado por el
tiempo (o por su espejo deformante : la memoria), cuadros en los que el
realismo alcanza sus confines y se entrega al poder de la alucinación. Detrás
de cada objeto —nada más firme que
un objeto— laten los espejismos de la experiencia, el pasado y el recuerdo, un
menú de fantasmas que producen el delirio de ablandar el mundo físico y someterlo a
la intermitencia.
En un pasaje de El alma de Gardel, el narrador de Mario
Levrero —sin dudas una interposición directa del autor— ve caer la lluvia sobre
el asfalto de Montevideo. La escena deriva en reflexiones teóricas : “Pero
al final todo es agua que corre, todo es pensamiento que fluye, todo es
literatura que se escribe o palabras que se piensan...”. Indivisibles en el
sistema de Levrero, la literatura y el pensamiento son materias escurridizas.
Fijarlas es un gesto artístico que nos lleva directamente al fracaso, el único
éxito al que la literatura podría aspirar. Esa inestabilidad, basada en el
reconocimiento de identidades abiertas, géneros híbridos, discursos impuros,
todo contemplado desde la inmovilidad o la pasividad sobre las que se monta la
figura de un narrador sedentario que sólo condesciende a vivir la aventura de
sus intimidades corporales y mentales, funda el universo de Levrero. Ese
universo, movido por fuerzas centrípetas mediante las cuales todo va a parar al
“yo” (la literatura de Levrero es una literatura receptiva),
tiene zonas que podrían considerarse de marginalidad integrada al conjunto de
la obra, como los policiales fantásticos Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado
y yo agonizo (1975)
y La banda del cienpiés (1989),
dos libros en los que la devoción de Levrero por el policial deriva en una
descomposición del género que violenta su tradición llevándola a un singular blaxploitation futurista en el que parecen
convivir sin problemas la acción directa de Bruce Lee con los decorados de
Georges Méliès.
El alma de Gardel reúne todas esas variedades intimistas, que no
prescinden de la escena policial, en un mismo espacio de integración atómica
que parece presentarse como “lo natural” del estado literario. “Y al fin y al
cabo —dice Levrero en una de las pausas reflexivas que sostienen el por
qué de su novela—,
creo yo, el destino de toda cosa en el universo, tal vez incluso el universo
mismo, sea convertirse en Literatura”.
Fuente:
Juan José Becerra, « La memoria infiel », Cuadernos
LIRICO [En línea],
7 | 2012, Puesto en línea el 11 octubre 2012, consultado el 25
noviembre 2012. URL : http://lirico.revues.org/752
1 comentario:
El viernes pasado, la presentación de la antología de relatos de Levrero en el Varela-Varelita, la charla con Marcial Souto, conocer a Nico Varlotta, conocer bloggers-Magha, Marcelo- antes de leer sus blogs, Rossina que salta de un tema a otro con pasmosa memoria...El domingo, con la siempre reparadora lectura de Damián Tabarovsky en Perfil, me entero de este artículo de Becerra sobre Levrero...Al otro día me visita Rossina y me presta variado festín de lecturas orientales...¿Otra sincronicidad en sala de espera? Que pase!
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