domingo, 4 de noviembre de 2012

Beatriz Vignoli, Releer a Lugones




No está en las bibliotecas de los amigos. Se lo da por sentado, por sobreentendido. Nadie se bate con él en ninguno de esos supremos actos de lectura y reescritura que constituyen la vida de la tradición poética. Leopoldo Lugones está muerto. Ha corrido una suerte parecida a la que le seguramente le espera, en un futuro no muy lejano, a su unigénito parricida literario: Borges, quien también llegó a ser considerado alguna vez como nuestro único escritor.
Autor “del Centenario”, Lugones fue por cuatro décadas el escritor nacional argentino. Un joven ambicioso codiciaba esa gloria. El joven emprendió contra él una drástica operación literaria, rayana en el magnicidio seguido de usurpación: primero lo satirizó (“Roman-cero”) y parodió, transformando en injuria, su ‘Nocturno’; luego lo asimiló, apropiándose de sus palabras recurrentes, de sus metales preciosos favoritos (significativamente, el oro) y al fin lo reivindicó póstumamente: “maestro”, lo llama en el prólogo de su libro de 1961 El Hacedor. Pero nada de esto hizo mella en Lugones, que se cavó su propia fosa al instigar el derrocamiento de Yrigoyen. Aunque la conjura ganó, su vida terminó con una ingesta de veneno para ratas el 18 de febrero de 1938 en el hotel El Tropezón, en la isla de El Tigre.
 
El impresentable
Leopoldo Lugones nació el 13 de junio de 1874, “en la villa de María del Río Seco, al pie del cerro del Romero” en una familia cordobesa descendiente de aquellos conquistadores españoles que habían entrado a Tucumán desde el Perú (como Bartolomé Sandoval, y otros a los que cantará en su ‘Dedicatoria a los antepasados’). Su madre devota y patricia, Custodia Argentina, no debe haber mirado con alegría la rebeldía juvenil con que el hijo desertó del catolicismo y de la escuela secundaria, haciéndose anticlerical, librepensador, periodista y “liberal rojo”. A los 22 años, Lugones migró a Buenos Aires. Fue redactor de La Tribuna y de El País, y subdirector de El Diariodel senador Láinez, cultivando un género que entonces se llamaba “periodismo de combate”, al servicio de la oposición política contra Figueroa Alcorta. Su primer libro de poemas, Las montañas del oro, cuya publicación en 1897 coincidió con el nacimiento de su único hijo, le valió los más altisonantes elogios y el espaldarazo de su amigo Rubén Darío, por entonces el pope de la poesía hispanoamericana. Fue inspector de enseñanza media y renunció, luego de lo cual publicó su primer libro en prosa, La reforma educacional (1903). El socialismo lo expulsó en ese mismo año, cuando apoyó la candidatura presidencial de Manuel Quintana y expresó su simpatía por el general Roca. Cuenta Carlos Obligado: “alrededor de él todo olía a pólvora”.
Contra lo que sostienen las versiones más divulgadas de su biografía, no fue desde un ateísmo liberal que Lugones se opuso a la Iglesia Católica, sino desde un paganismo esotérico a la usanza antigua, del cual tanto el culto a Dionisios como la religión cristiana serían variantes degradadas. En similares razones se funda su desprecio a la magia. Una relectura de Lugones, hoy, debería comenzar por Prometeo, un libro muy particular dentro de su serie del Centenario: Leopoldo Lugones, hijo, cuenta que fue distribuido por el mismo autor, de mano en mano, desde su casa, y solamente a los conocidos. El saber sobre el mito que despliega Lugones en ese libro de 1910 es de una consistencia, profundidad y originalidad notables. Su interpretación de la tragedia de Edipo va más a fondo que las de Freud y Lévy-Strauss. Eso y el sentido que atribuye allí a los misterios dedicados a Démeter/Perséfone, bastan para que pueda pensarse en su cosmovisión como una precursora del telurismo de los años cincuenta.
Es que en la Argentina profunda, en su vertiente señorial (el otro polo de un mismo mundo cultural con la otra, la de los campesinos) es donde Lugones estaba instalado y vivía, en conflicto con el medio intelectual urbano y en perfecta armonía consigo mismo, con su terruño y con su clase. Hay una manera de ser argentino que Lugones, de adulto, nunca fue: moderna, liberal, desapasionada, progresista, bienpensante, ascendente, en suma: clase media. Sin control sobre los medios de producción, pero con plena hegemonía en las áreas creativas de la industria cultural durante los gobiernos radicales, esa Argentina no le perdonó al escritor del Centenario su adhesión a la dictadura de Uriburu. Pero en los arrabales de esa modernidad periférica se tejen alianzas de supervivencia entre los que siempre tuvieron todo y los que nunca tuvieron nada. Lugones enraíza su idea de lo argentino en esa napa feudal. Sus tendencias reaccionarias parecen animadas por fuerzas atávicas, fuerzas que pugnaran por retroceder hasta la noche de los tiempos.
“El siglo XIII es una cumbre de la historia” escribe en ‘La cacolitia: ensayo sobre antiestética moderna’, uno de los artículos reunidos en Piedras liminares. Y explica por qué: por haber reunido en una “síntesis autoritaria”, fundada en el Imperio Romano, “el espíritu militar que había animado a la civilización griega, con el espíritu religioso de la civilización semita”. En un capítulo de su libroPrometeo, titulado ‘Un paso en la caverna’, fundamenta con argumentos pseudocientíficos su creencia en el poder de las invocaciones de los nombres secretos de los dioses (“…ya es de física corriente, que el sonido tiene correspondencias etéreas”) y más adelante deplora el “desequilibrio” de su época, producto de “una crisis de inmoralidad, anarquía y feminismo”. En El Payador, otro libro de 1910 que reúne sus conferencias sobre el Martín Fierro, Lugones especula con que “los mejores gobiernos suelen ser las oligarquías inteligentes”. Diez años más tarde, en plena Guerra Europea, luego de haber tomado partido por Francia e Inglaterra en sus columnas del diario La Nación, criticó en ese mismo medio al socialismo, al que consideraba “un invento alemán”. En La grande Argentina (1930), en su capítulo sobre la inmigración, Lugones advierte que la patria “no tiene deberes para con la humanidad”; por lo tanto, según él, corresponde que el Estado sólo asista a sus ciudadanos nativos. En el prólogo a la edición de la Antología poética de Leopoldo Lugones, Carlos Obligado describe ¡elogiosamente! al Lunario sentimental con esta palabra: “inhumano”. El inusual (¿acaso nietzcheano?) cumplido fue prolijamente eliminado por Obligado en el prólogo a lasObras poéticas completas, donde no obstante podemos acceder a la versión completa delLunario…, que incluye un diálogo entre Hamlet y Don Quijote, en boca de quienes Lugones pone estas perlas: “…las doncellas tienen tanto seso como los pájaros”. “La bomba es necia. Pregona su crimen como una mujerzuela borracha”.
Con semejante cóctel de militarismo, oscurantismo, aristocratismo, xenofobia y misoginia, cabe preguntarse si merece ser releído; la respuesta es sí. Ningún argumento ad hominem, por más atendible que sea en otro contexto, debería empañar la gloria del puñado de sus obras que no sólo ha resistido el paso del tiempo, sino que ha crecido -por decirlo con una metáfora rebuscada, pero que a Lugones a lo mejor le gustaría- evolucionando desde la misma base genética de su nutrida descendencia literaria.
Releer a Lugones es un acto de piedad en el sentido más grave. Es rescatar, de entre su ruina y de su propio ripio, la lira de un poeta que alcanzó momentos de rara calidad, escasos pero comparables a los del Siglo de Oro; poeta que además, siendo sudamericano, se sintió a gusto en su propio clima natal.
 
Lugones y nosotros
“La luz se peinaba cantando”, dice en el poema ‘Gloria otoñal’, del ciclo ‘El año dichoso’ incluido en el que sin duda es su libro más vigente, El libro de los paisajes (publicado en 1917, escrito en el retiro bucólico de su solar natal durante la Guerra Europea, de ahí quizás la paz casi sobrenatural que irradia). Y agrega, en ‘Plenitud invernal’: “Su humilde cantito de invierno/ lanzaba, invisible, el chingolo”. Con una dulzura que prefigura a la del paisajismo interrogativo de Juan L. Ortiz, el Lugones de El libro de los paisajes les cantó a nuestros pájaros: curioso, chamánico acto de ternura. En la sección titulada ‘Alas’ los celebra uno a uno: el hornero, el martín pescador… ¡hasta el loro! “Y su ladina lengua negra/ saca el oro de la palabra.// Oro de loro que es tesoro/ de alegría y de ingenio claro./ Fútil metal que acuña en su aro/ con derroche estridente el loro”. En clave alegórica, pueden leerse los versos precedentes como arte poética aplicable a su libro más famoso.Lunario sentimental (1909).
Ya ha publicado su segundo libro de poemas, Los crepúsculos del jardín (1905), que recibe bastante eco crítico, lo mismo que sus obras en prosa El imperio jesuítico (1904) y La guerra gaucha (1905), cuando emprende su primer viaje a Europa, en el mismo año de la edición de su libro de cuentos Las fuerzas extrañas (1906). De regreso, publica “un libro dedicado a la luna. Especie de venganza con que sueño desde la niñez, siempre que me veo acometido por la vida”.
Un libro a la luna: un lujo gratuito, un derroche insensato, en suma: una obra comprometida -si con algo- con el ideal esteticista de la soberana inutilidad de la obra de arte. Excepto en el poema inicial ‘A mis cretinos’ (hábil esgrima de invectivas contra los críticos de sus libros anteriores), el contenido es reducido casi a cero. Un lunario es una colección de lunas: algo inexistente. Este adelgazamiento favorece el puro juego de la palabra. La pirotecnia es el tema y la forma. Es tan extremo el control sobre la rima, como extrema es la levedad del sentido. El límite es el idioma, que en algunos poemas, muy especialmente en la ‘Odeleta a Colombina’, parece violentado gracias a su dominio de la lexis y de la musicalidad, capaz de simular el cocoliche mediante una hábil combinación de neologismos, barbarismos, arcaísmos, y diminutivos raros (“Al cefirillo bufo/ que infla tu crinolina”, dice del pelo que se despeina: proeza retórica para una nadería). Como en el barroco, pero con más tensión -la de las cabriolas de un animal alunado— lo que rige la sucesión de las palabras es el juego disparatado de las analogías verbales.
“Saltimbanqui/ yanqui”, dice el poema ‘Los fuegos artificiales’, donde expresa la alegría de un niño frente a la destrucción de los cohetes de Carnaval: “…le revienta en el vientre una bomba,/ y colgado de un cable,/ queda meciéndose como un crustáceo/ violáceo…”. Lo citado baste como prueba de que a la Schadenfreude argentina no la inventaron los hermanos Lamborghini… y de que tiene bisabuelo la generación “realista” de los noventa (Fabián Casas, Alejandro Rubio, Santiago Vega, Martín Gambarotta). Un poeta de esa misma generación, D. G. Helder, podría haber escrito el siguiente scherzo: “El tiburón que anda/ veinte nudos por hora tras de los paquebotes/ Pez voraz/ como un lord en Irlanda,..”. Pero no: son versos que pertenecen al ‘Himno a la luna’. Por último, desafío a los lectores a adivinar quién escribió esta imagen: “…finas/ como porcelanas art nouveau para regalo”. ¿Arturo Carrera? ¿Mariana Mariasch? ¿Gabriela Bejerman? Se perdieron el millón: fue Lugones, en ‘El pescador de sirenas’. Los dos poemas citados pertenecen al Lunario
¿Inventamos algo? Toda una estética, toda una manera de hacer poesía desde la mirada y el oído, toda una posición de poeta espectador, que algunos dimos en considerar como especifica de la poesía argentina de los últimos quince años del siglo veinte, está prefigurada en estos dos libros fundamentales.
¿Qué Lugones, entonces, se deja releer? El Lugones íntimo: el esgrimista del Lunario sentimental (y de allí, solamente los poemas, no los diálogos ni los relatos); el más maduro y apacible de El libro de los paisajes. El que estaba solo ante la nada y ante la naturaleza, y ante el lenguaje. No el Lugones social y público: no el que homenajeó a la patria en el Centenario, el de las Odas seculares.Didáctica, Piedras liminares, Sarmiento, El payador. No el susurro escénico de El libro fiel, con su intimismo impostado y moral. Ni el simbolismo decadente de Las horas doradas. Ni los dos primeros libros con su acumulación ornamental, ni los dos penúltimos con su narrativa escueta, deliberadamente opaca. Mucho menos el melodrama olvidable de su única novela, El ángel de la sombra. Mucho menos las apologías a la dictadura de Uriburu como La Patria fuerte, o la serie de discursos que se conoce como La hora de la espada. Sí, tal vez, los Romances del Río Seco. Sí algunos capítulos de La guerra gaucha. Prometeo, La grande Argentina. Sí los cuentos.
¿Cómo no fue Lugones un autor de esta época, en que dos libros de poesía hacen a un poeta, una trilogía a un ensayista, dos libros de cuentos a un cuentista, and that’s it? ¡Pobre Leopoldo! Le tocó fundar un mundo. Publicó, en vida, treinta y cinco libros: diez de poesía, veinticinco en prosa. La cifra no incluye las ediciones postumas: las dos antologías, la Obra poética completa, el diccionario… Hoy es más conocido el dicho de Borges de que Lugones “escribía con todo el diccionario” que el hecho de que escribió uno: el Diccionario etimológico del castellano usual, que se editó póstumamente en 1944. Le había dedicado los ratos libres de los últimos siete años de su vida.
Es muy propia del autor de la vastísima, inabarcable ‘Oda a los ganados y las mieses’ la pasión por inventariar hasta el agotamiento las existencias de lo viviente. En El libro de los paisajes cada ave de la fauna argentina, cada estación del año, cada hora del día tiene su canto, y cada canto tiene su lugar en un ciclo bien ordenado. Lugones escribió sobre todos los próceres que consideró dignos de un libro, desde Sarmiento hasta Güemes, pasando por Roca; tradujo pasajes de Homero en susEstudios helénicos, y hasta intentó explicar la teoría de Einstein en su propio Eureka personal, El tamaño del espacio. Sus cuentos reunidos en Las fuerzas extrañas son las más tempranas obras de ciencia ficción en lengua castellana que se conocen. Sin La guerra gaucha, un largo relato épico tan detallado como abstracto, que alterna pasajes descriptivos crepusculares entre la narración del derramamiento de la sangre montonera cosecha 1814, hubieran sido impensables las novelas históricas experimentales como Fuego en Casabindo de Héctor Tizón. Sin Lugones, sin el desafío de su figura inmensa de escritor, Jorge Luis Borges hubiera sido director de cine. O abogado.
 
Poe y Lugones: una hipótesis
El ‘Himno a la luna’ fue publicado en La Nación con una enmienda. Donde hubiera debido decir “la sangre de las vírgenes tiernas/ como un misterio significativo” aparecía una redundancia: “signo”, en vez de “misterio”. Se trastocaba así en picardía banal la referencia a los misterios de Eleusis, los ritos ocultos paganos que Lugones evoca en Prometeo, y para cuya mención el público masivo del suplemento dominical porteño no estaría preparado.
Rasgos de truculencia que ya fueran señalados por Carlos Obligado como una diferencia y no como una semejanza, cuando polemizaba con el nicaragüense Rubén Darío sobre la posible influencia, en el primer libro de Lugones, de un tercer poeta nacional; el norteamericano Edgar Allan Poe (1809 – 1849). El Poe que Obligado tenía presente por entonces era “el celeste Edgardo”: el autor de‘Dreamland’ y de ‘Ulalume’. No el infernal, el de los cuentos como ‘Ligeia’. Estos entraron luego al ámbito de habla hispana rioplatense en sucesivas oleadas generacionales: a través de los folletines de la editorial Tor, la influencia sobre Quiroga, las traducciones de Cortázar.
La fama de sus cuentos finalmente desplazó al Poe poeta, pero no sucedió así en su lengua original, el inglés. La poesía de Poe, anclada en los logros formales con igual ahínco que la de Lugones -pero sin su rigor- pierde casi todo cuando se la traduce. Para seguir con la comparación entre los dos autores, cabe destacar el decadentismo de ambos; esto es, en resumidas cuentas, la convicción de que cuanto más arcaica una época de la humanidad, mejor y más gloriosa tiene que haber sido. El bardo de Baltimore elige el mito indoeuropeo de las cuatro edades de la humanidad como motivo de su poema ‘The Bells’  (‘Las campanas’). Sólo que intercambia el orden de las edades de oro y de plata, para sugerir las edades de la vida: antepone así la infancia argentina (en el sentido estrictamente metálico del término) a la dorada juventud. Este ascenso acentúa la tragedia que sigue: madurez de bronce, caída de hierro. Sin necesitar las reiteraciones estructurales que dan cohesión al verso libre de Poe, Lugones probablemente se habría inspirado en el plan general temático y en el ordenamiento de los timbres de ‘The Bells’ para componer uno de los numerosos ciclos a la naturaleza incluidos en El libro de los paisajes: el ‘Salmo pluvial’.
Este también tiene cuatro partes, pero dispuestas en orden simétricamente inverso a su presunto modelo. Así, la primera, ‘Tormenta’, con sus sinalefas trabadas por consonantes nasales o guturales (“Érase una caverna de agua sombría el cielo”), suena deliberadamente pedregosa, como “el lóbrego lamento” (“the moaning and the groaning”) en el final de ‘The Bells’. A la tormenta le sigue la ‘Lluvia’, con sucesiones de consonantes líquidas y oclusivas como sonoros chasquidos (“Y un mimbreral vibrante fue el chubasco resuelto”) que evocan a la sección tercera del poema de Poe: “Oíd las altas campanas de alarma – / ¡Broncíneas campanas!” (“Hear the loud alarum bells -/’Brazen bells!”). La variación del estribillo hace de ésta un eco irónico de la sección anterior: “Oíd las dulces campanas de boda, / ¡Áureas campanas!/ ¡Qué mundo de alegría predice su armonía!/ A través del balsámico aire de la noche/ ¡Cómo cantan sonando su delicia!”. Y así suena la ‘Calma’ según el cuarteto de ese título del cordobés: “Delicia de los árboles que abrevó el aguacero./ Delicia de los gárrulos raudales en desliz./ Cristalina delicia del trino del jilguero./ Delicia serenísima de la tarde feliz.” Que culmina en un dístico, ‘Plenitud’: “El cerro azul estaba fragante de romero, / y en los profundos campos silbaba la perdiz.” Silbido que se remonta a las campanas de plata de los trineos de la niñez, con cuyo insistente tintinear “en el aire glacial” (“How they tinkle, tinkle, tinkle, / In the icy air of night!”) se abría el poema de Poe. El leve ascenso y la caída abrupta de sus metales, en la secuencia “plata – oro – bronce – hierro”, se transmuta en hierro – bronce – oro – plata”: un fuerte ascenso, seguido de un ligero posarse.
La maldición y el don suelen ser dos caras de lo mismo. A Leopoldo Lugones lo perdió su propia virtud; la voluntad de orden.



Beatriz Vignoli (Rosario, 1965) es novelista, poeta y traductora. 

1 comentario:

Marcelo dijo...

Qué buen artículo! Yo tengo las fuerzas extrañas, un libro maravilloso.