Al gimnasio van dos señoras que charlan sin parar; ocasionalmente con otros, entre ellas todo el tiempo. Parecen amigas de toda la vida, que lo tienen todo en común; teñidas del mismo matiz de rubio, la misma ropa, las mismas reacciones, seguramente los mismos gustos; hasta la voz la tienen semejante. Son de esas señoras de edad intermedia, pasados los cincuenta, que deciden ir juntas al gimnasio a hacer algo por su cuerpo, porque solas no irían. No es que estas dos necesiten mucho una actividad física extra, porque son flacas y activas y parecen en buena forma. Señoras de barrio, sin nada especial como no sea la locuacidad, que está lejos de ser una rareza. Tampoco necesitan el gimnasio para conversar, porque empiezan antes; llegan hablando; si en ese momento yo estoy en una de las bicicletas cerca de la entrada, oigo sus voces cuando suben la escalera; hablan en el vestuario mientras se cambian, hacen sus ejercicios juntas sin parar de hablar un momento, en las bicicletas, las cintas, los aparatos; y se van hablando. No fui el único en observarlo. Una vez las oía desde el vestuario de hombres (ellas estaban en el de damas), hablando, hablando, hablando, y le dije al instructor: “Cómo hablan, esas dos.” Asintió arqueando las cejas: “Es terrorífico. ¡Y lo que dicen! ¿Las has escuchado?” No, no lo había hecho, aunque habría sido fácil porque hablan en voz alta y clara, como esa gente que no tiene secretos ni intimidades; se conforman a ese estereotipo de señoras de barrio, esposas, madres, amas de casa, como todas las demás, seguras de sí mismas y de su representatividad. Una vez, hace años y en otro gimnasio, había visto un caso parecido pero distinto, dos chicas que hablaban todo el tiempo, aun mientras estaban haciendo ejercicios aeróbicos muy exigentes; eran muy jóvenes y debían de tener unos pulmones formidables; un día que estaban en sendas colchonetas enfrentadas haciendo flexiones abdominales de las que dejan sin aliento, y no paraban de hablar, se las señalé de lejos a la instructora de ese gimnasio, que me dijo disculpándolas: “Es que son muy amigas y las dos trabajan todo el día: éste es el único rato que pasan juntas.” No es el caso de estas dos señoras, que evidentemente pasan el día juntas: las he visto por el barrio haciendo compras, mirando vidrieras o sentadas en un café, siempre hablando, hablando, hablando.
Hasta que un día, por casualidad, seguramente porque se ubicaron en bicicletas vecinas a la mía, oí lo que decían. No recuerdo qué era, pero sí recuerdo que me causó una impresión rara, de una rareza que no pude definir en el momento pero que de algún modo inconsciente y más bien desganado (después de todo, a mí qué me importaba) me prometí explicarme.
Aquí debo aclarar algo de mí, y es que hablo poco, creo que demasiado poco, y creo que eso perjudica mi vida social. No es que tenga dificultades para expresarme, o tengo las dificultades normales que tiene todo el mundo para expresar algo difícil de poner en palabras, e inclusive diría que tengo menos, porque mi largo trato con la literatura ha terminado por darme una capacidad superior al promedio para utilizar el lenguaje. Pero no tengo el don del small talk, y es inútil que trate de aprenderlo o cultivarlo porque lo hago sin convicción. Mi estilo de conversación es espasmódico (alguien lo calificó una vez de “ahuecante”). A cada frase se abren vacíos, que exigen un recomienzo. No puedo mantener una continuidad. En pocas palabras, “hablo cuando tengo algo que decir”. Supongo que mi problema, cuyas raíces bien podrían estar en ese largo trato con la literatura, está en que le doy demasiada importancia al tema. Conmigo nunca se trata sólo de “hablar” sino “de qué hablar”. Y el esfuerzo de evaluar los temas mata la espontaneidad del diálogo. Dicho de otro modo: siempre tiene que “valer la pena” decir algo, y así no vale la pena seguir hablando. Envidio a la gente que puede iniciar una conversación con gusto y energía, y puede sostenerla. Los envidio porque ahí veo un contacto humano lleno de promesas, una realidad viviente de la que yo, mudo y solo, me siento excluido. Me pregunto “¿pero de qué hablan?”, y a todas luces ésa es la pregunta equivocada. La agria incomodidad de mi trato con el prójimo proviene de esta falla. Si miro atrás, puedo adjudicarle a ella gran parte de las oportunidades perdidas, y casi todas las melancolías de la soledad. A medida que avanzo en años, más me convenzo de que es una mutilación, que no compensan mis éxitos profesionales ni mucho menos mi “riqueza interior”. Y nunca he podido resolver la intriga que me provocan los conversadores: ¿de dónde sacan temas? Ya ni siquiera me lo pregunto, quizás por saber que no hay respuesta. No me lo preguntaba respecto de estas dos señoras, y sin embargo recibí una respuesta, tan inesperada como sorprendente, tanto que abrió ante mí un abismo pavoroso.
3 comentarios:
"Aquí debo aclarar algo de mí, y es que hablo poco, creo que demasiado poco, y creo que eso perjudica mi vida social." Esta es la parte más autobiográfica y -a partir del no conclusivo "y creo que eso perjudica"-más insincera de este cuento. En definitiva, envidia a los demás por ser “inferiores” y hablar sin tener nada valioso que decir. Corolario puanesco-pringlense: vamos, hijo! No te juntes con esa chusma! A los que no son como nosotros, ni respuesta.
Eso sí: entrevistas fuera del país, todas las que pidan. Ahí, redepente, se le va el mutismo.
Entre os outros e nós há abismos e pontes...
beijoss
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