Tiene el amor señales que persigue el hombre avisado y que puede llegar a descubrir un observador inteligente.
Es la primera de todas la insistencia de la mirada, porque es el ojo puerta abierta del alma, que deja ver sus interioridades, revela su intimidad y delata sus secretos. Así, verás que cuando mira el amante, no pestañea y que muda su mirada adonde el amado se muda, re retira adonde él se retira, y se inclina adonde él se inclina, como hace el camaleón con el sol. Sobre esto he dicho en un poema:
Mis ojos no se paran sino donde estás tu.
Debes tener las propiedades que dicen del imán.
Los llevo adonde tú vas y conforme te mueves,
como en gramática el atributo sigue al nombre.
Otras señales son: que no pueda el amante dirigir la palabra a otra persona que no sea su amado, aunque se lo proponga, pues entonces la violencia quedará patente para quien lo observe; que calle embebecido, cuando hable el amado; que encuentre bien cuanto diga, aunque sea un puro absurdo y una cosa insólita; que le dé la razón, aún cuando mienta; que se muestre siempre de acuerdo con él, aun cuando yerre; que atestigüe en su favor, aun cuando obre con injusticia, y que le siga en la plática por dondequiera que la lleve y sea cualquiera el giro que le de.
Otras señales del amor son: que el amante vuele presuroso hacia el sitio en que está el amado; que busque pretextos para sentarse a su lado y acercarse a él; y que abandone los trabajos que le obligarían a estar lejos de él, dé al traste con los asuntos graves que le forzarían a separase de él, y se haga el remolón en partir de su lado. Acerca de este asunto he compuesto estos versos:
Cuando me voy de tu lado, mis pasos
son como los del prisionero a quien llevan al suplicio.
Al ir a ti, corro como la luna llena
cuando atraviesa los confines del cielo.
Pero al partir de ti, lo hago con la morosidad
con que se mueven las altas estrellas fijas.
Otra señal es la sorpresa y ansiedad que se pintan en el rostro del amante cuando impensadamente ve a quien ama o éste aparece de súbito, así como el azoramiento que se apodera de él cuando ve a alguien que se parece a su amado, o cuando oye nombrar a éste de repente. Sobre esto he dicho en un poema:
Cuando mis ojos ve a alguien vestido de rojo,
mi corazón se rompe y desgarra de pena.
¡ Es que ella con su mirada hiere y desangra a los hombres
y pienso que el vestido está empapado y empurpurado con esa sangre!
Otra de las señales es que el amante dé con liberalidad cuanto pueda de aquella que antes disfrutaba por sí mismo, y ello como si fuese él quien recibiera el regalo y como si en hacerlo le fuera su propia felicidad, cuando solo le mueve el deseo de lucir sus atractivos y hacerse amable. Por el amor, los tacaños se hacen desprendidos; los huraños desfruncen el ceño; los cobardes se envalentonan; los ásperos se vuelven sensibles; los ignorantes se pulen; los desaliñados se atildan; los sucios se limpian; los viejos se las dan de jóvenes; los ascetas rompen sus votos, y los castos se tornan disolutos.
Claro es que estas señales aparecen antes que prenda el fuego del amor y el calor abrase y el tizón arda y se levante la llama, porque, una vez que el amor se enseñorea y hace pie, no ves más que coloquios secretos y un paladino alejamiento de todo lo que no sea el amado.
Unos versos tengo compuestos en que se declaran reunidas muchas de estas señales, y de ellos son los siguientes:
Cuando se trata de ella, me agrada la plática,
Y exhala para mi un exquisito olor de ámbar.
Si habla ella, no atiendo a los que están a mi lado
Y escucho sólo sus palabras placientes y graciosas.
Aunque estuviera con el Príncipe de los Creyentes,
No me desviaría de mi amada en atención a él.
Si me veo forzado a irme de su lado,
No paro de mirar atrás y camino como una bestia herida;
Pero, aunque mi cuerpo se distancie, mis ojos quedan fijos en ella,
Como los del náufrago que, desde las olas, contemplan la orilla.
Si pienso que estoy lejos de ella, siento que me ahogo
Como el que bosteza entre la polvareda y la solana.
Si tú me dices que es posible subir al cielo,
Digo que sí y que sé dónde está la escalera.
Otras señales e indicios de amor, patentes para el que tenga ojos en la cara, son: la animación excesiva y desmesurada; el estar muy juntos donde hay mucho espacio; el forcejear por cualquier cosa que haya cogido uno de los dos; el hacerse frecuentes guiños furtivos; la tendencia a apretarse el uno contra el otro; el cogerse intencionadamente la mano mientras hablan; el acariciarse los miembros visibles, donde sea hacedero, y el beber lo que quedó en el vaso del amado, escogiendo el lugar mismo donde posó sus labios.
Hay, sin embargo, señales contrarias a las declaradas, que obedecen al imperio de las circunstancias, a los accidentes que andan en juego, a las causas del momento o a la excitación de los ánimos. Los extremos se tocan muchas veces. Las cosas, exageradas hasta el colmo, producen efectos contrarios, y, llevadas al extremo límite de su discrepancia, acaban por parecerse, por un decreto de Dios Honrado y Poderosos que no podemos comprender. Así, la nieve, si se la aprieta mucho tiempo con la mano, quema como su contrario el fuego; la alegría excesiva mata, lo mismo que la pena desmesurada, y la risa muy continuada y violenta hace saltar las lágrimas. Todo esto acaece muy a menudo.
Pues del mismo modo hallamos que, cuando dos amantes se corresponden y se quieren con verdadero amor, se enfadan con frecuencia sin venir a qué,; se llevan la contraria, aposta, en cuanto dicen; se atacan mutuamente por la cosa más pequeña, y cada cual está al acecho de lo que va a decir el otro para darle un sentido que no tiene; todo lo cual es prueba que evidencia lo pendientes que están el uno del otro.
La distinción entre estos enfados y la verdadera ruptura o enemistad, nacida del odio y de la animosidad enconada de la querella, es la prontitud con que se reconcilian. A veces tú creerás que entre dos amantes hay tan hondas diferencias, que no podrían arreglarse más que pasado mucho tiempo, si se trataba de una persona de alma serena y libre de rencor, o nunca, tratándose de persona vengativa. Sin embargo, no tardarás mucho en ver que han vuelto a la más amigable compañía, que los reproches se han desvanecido, que la rencilla se ha borrado y que en el mismo instante vuelven a reírse y a chacear juntos. Todo esto puede ocurrir varias veces, en un solo rato. Pues bien: cuando veas que dos personas proceden de este modo, no dejes lugar a la duda, ni permitas, en absoluto, que te asalte la incertidumbre, ni vaciles en pensar que entre ellas hay un oculto secreto de amor. Puedes afirmarlo en redondo, en la seguridad de que nadie podrá desmentirte. No te hace falta prueba más clara ni experiencia más fidedigna. Tal cosa no sucede más que cuando existe un amor correspondido y una afección sincera. Yo he visto mucho de eso.
Otra señal de amor es que tú has de ver cómo el amante está siempre anhelando oír el nombre del amado y se deleita en toda conversación que de él trate. Este tema es su muletilla constante y nada le divierte como él, sin que le retraiga de hacerlo el temor de que las gentes adivinen su secreto y los circunstantes comprendan su inclinación. ¡El amor te vuelve ciego y sordo! Si el amante pudiera conseguir que en el sitio en que se halla no hubiera otra plática que la referente a quien él ama, jamás se movería de allí.
Acaece asimismo al verdadero amante que, a veces, se pone a comer con apetito, cuando de repente el recuerdo del ser amado le excita de tal modo que la comida se le atraganta en la garganta y le obtura el tragadero. Otro tanto le sucede con el agua. Relativo a la conversación, en ocasiones, la inicia muy animado, cuando, de improviso, le asalta un pensamiento cualquiera acerca del ser amado, y entonces se aprecia claro cómo se le traba la lengua y empieza a balbucear, y se observa claramente que se pone taciturno, cabizbajo y retraído. Hacía un momento su fisonomía era risueña y sus maneras desenvueltas; pero rápidamente se torna hosco e inerte; su alma está perpleja, sus movimientos son rígidos; se aburre de hablar y siente tedio cuando le preguntan.
Otras señales de amor son: la afición a la soledad; la preferencia por el retiro, y la extenuación del cuerpo, cuando no hay en él fiebre ni dolor que le impida ir de un lado para otro ni moverse. El modo de andar es un indicio que no miente y una prueba que no falla de la languidez latente en el alma.
El insomnio es otro de los accidentes de los amantes. Los poetas han sido profusos en describirlo; suelen decir que son los “apacentadores de estrellas”, y se lamentan de lo larga que es la noche. Acerca de este asunto yo he dicho, hablando de la guarda del secreto de amor y de cómo trasparece por ciertas señales:
Las nubes han tomado lecciones de mis ojos
y todo lo anegan en lluvia pertinaz,
que esta noche, por tu culpa, llora conmigo
y viene a distraerme en mi insomnio.
Si las tinieblas no hubieren de acabar
hasta que se cerraran mis párpados en el sueño,
no habría manera de llegar a ver el día,
y el desvelo aumentaría por instantes.
Los luceros, cuyo fulgor ocultan las nubes
a la mirada de los ojos humanos,
son como ese amor tuyo que encubro, delicia mía,
y que tampoco es visible más que en hipótesis.
Sobre el mismo asunto dije también en otro poema:
Pastor soy de estrellas, como si tuviera a mi cargo
apacentar todos los astros fijos y planetas.
Las estrellas en la noche son el símbolo
de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente.
Parece que soy el guarda de este jardín verde oscuro del firmamento,
cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos.
Si Tolomeo viviera, reconocería que soy
el más docto de los hombres en espiar el curso de los astros.
Las cosas se enredan como las cerezas y unas traen otras a la memoria. En este poema he comparado dos cosas con otras dos en un mismo verso, el que empieza Las estrellas en la noche, etc…, cosa que tiene mérito en retórica. Pues aún he hecho algo más perfecto, y es comparar tres objetos con otros tres en un mismo verso, y cuatro objetos con otros cuatro en un mismo verso. Los dos casos se dan en el poema que cito a seguida:
Melancólico, afligido e insomne, el amante
no deja de querellarse, ebrio del vino de las imputaciones.
En un instante te hace ver maravillas,
pues tan pronto es enemigo como amigo, se acerca como se aleja.
Sus transportes, sus reproches, su desvío, su reconciliación
parecen conjunción y divergencia de astros, presagios estelares adversos y [favorables
Más de pronto, tuvo compasión de mi amor, tras el largo desabrimiento,
y vine a ser envidiado, tras de haber sido envidioso.
Nos deleitamos entre las blancas flores del jardín,
agradecidas y encantadas por el riego de la escarcha:
rocío , nube y huerto perfumado
parecían nuestras lágrimas, nuestros párpados y su mejilla rosada
Que no me censuren los críticos por haber empleado la palabra “conjunción”, ya que los astrónomos llaman así a la coincidencia de dos estrellas en un mismo grado.
Y todavía he conseguido algo más completo, que es comparar cinco cosas con otras cinco en un mismo verso, como puede verse en el siguiente poema:
Me quedé con ella a solas, sin más tercero que el vino,
mientras el ala de la tiniebla nocturna se abría suavemente.
Era una muchacha sin cuya vecindad perdería la vida.
¡Ay de ti! ¿Es que es pecado este anhelo de vivir?
Yo, ella, la copa, el vino blanco y la oscuridad
parecíamos tierra, lluvia, perla, oro y azabache.
Esta quíntuple metáfora no puede ser ya superada ni hay nadie capaz de incluir en un mismo verso más comparaciones, pues no lo consienten las leyes de la rima ni la morfología de los nombres.
También sufre el amante sinsabores en las dos situaciones siguientes:
La primera consiste en que el galán espere encontrar a su dama y se interponga de pronto un obstáculo que lo impida.
Yo conocía a uno a quien su amada había dado una cita y lo veía yendo y viniento; no podía estarse quedo ni pararse en ningún lugar; tan pronto iba para atrás como para adelante; la alegría aligeraba su natural serio y convertía su aplomo en vivacidad.
Sobre este tema de la espera de una visita amorosa, yo tengo los siguientes versos:
Hasta que llegó la noche estuve esperando verte,
oh deseo mío!, oh colmo de mi anhelo!;
pero las tinieblas me hicieron perder la esperanza,
cuando antes, aunque apareciera la noche, no desesperaba de que siguiera el día.
Tengo para ello una prueba que no puede mentir,
pues por muchas análogas nos guiamos en asuntos difíciles,
y es que, si te hubieras decidido a visitarme, no hubiera habido tinieblas,
y la luz, tu luz, hubiera permanecido sin cesar entre nosotros.
La segunda situación consiste en que nazca entre los amantes una sospecha, que no se sabe si es verdad o no más que por referencias de una tercera persona, pues entonces el desasosiego es tremendo hasta que el asunto se aclara, bien porque la desazón se trueque en franca tristeza y pena, ocasionada por el temor de la ruptura.
También asalta al amante una profunda dejadez si el amado le trata con desabrimiento; mas esto quedará explicado en su capítulo correspondiente, si Dios Altísimo quiere.
Accidentes del amor son asimismo la violenta ansiedad y el mudo estupor que se apoderan del amante, cuando ve que el amado le esquiva o huye de él, y que se revelan en ayes, abatimiento, gemidos y profundos suspiros. Sobre este asunto yo compuse un poema del que es este verso:
La bella paciencia está prisionera:
pero las lágrimas corren libremente.
Otra señal de amores que tu verás que el amante siente afecto por la familia del que ama, sus parientes allegados, hasta el punto de que los aprecia más que a su propia familia, que a sí mismo y que a todos los suyos.
El llanto es otra señal de amor; pero en esto no todas las personas son iguales. Hay quien tiene prontas las lágrimas y caudalosas las pupilas: sus ojos le responden y su llanto se le presenta en cuanto quiere. Hay; en cambio, quien tiene los ojos secos y faltos de lágrimas.
Yo soy uno de estos últimos, debido a que estuve mucho tiempo tomando incienso para curar unas palpitaciones de corazón que tuve de niño. A veces me cae encima una desgracia abrumadora; tengo el corazón destrozado y desgarrado; siento en él un nudo más amargo que la coloquítida, que me impide emitir palabra a derechas e incluso, a veces, parece que va a cortarme el aliento; pero mis ojos siguen insensibles, a no se en rarísimas ocasiones en que sueltan unas pocas lágrimas.
A este propósito recuerdo lo que pasó un día en que, parados en la playa de Málaga, decíamos adiós, mi compañero Abu Bakr Muhammada ibn Isahq y yo, a nuestro amigoAbu ‘Amir Muhammada ibn ‘Amir (¡Dios le haya perdonado!, que emprendía el viaje de Levante y a quien no habíamos de volver a ver. Al despedirse, Abu Bakr se puso a llorar y a declamar, aplicándolo al caso, este verso que pertenece a la elegía sobre la muerte de Yazid ibn ‘Umar ibn Hubayra (¡Dios le haya perdonado!):
¡Ah! El ojo que, en el dia de Wasit,
no derrama por ti cuantas lágrimas le quedan, es que es de piedra.
Yo sentía también grandísima aflicción y pesar, pero mis ojos no vinieron en mi ayuda y tuve qe limitarme a decir, emulando a Abu Bakr:
Y el hombre que, cuando tú le abandonas,
no pierde por ti su mejor resignación, es que es de hielo.
Pero, con arreglo a la opinión general de las gentes de que el llanto es prueba de amor, tengo también una qasida que compuse antes de llegar a la pubertad y que comienza así:
Indicio del pesar son el fuego que abrasa el corazón
y las lágrimas que se derraman y corren por las mejillas,
aunque el amante cele el secreto de su pecho,
las lágrimas de sus ojos lo publican y lo declaran.
Cuando los párpados dejan fluir sus fuentes,
es que en el corazón hay un doloroso tormento de amor.
También acaece el amor que uno de los amantes recele y sospeche de cualquier palabra que el otro diga, y la eche a mal parte, lo cual suele originar frecuentes rencillas entre los enamorados. Yo conozco un hombre que era el menos malicioso del mundo, el de más amplio espíritu, el de mayor paciencia, el más tolerante, el de manga más ancha, y, sin embargo, tenía una extrema susceptibilidad respecto a la persona a quien amaba. La más insignificante diferencia que con ella tenía levantaba en su espíritu mil especies de reproches y mil motivos de desconfianza.
También notarás que el amante, cuando no tiene demasiada seguridad en la constancia de los sentimientos del amado para con él, es mucho más circunspecto de lo que antes era, se refrena más en sus palabras y cuida más sus ademanes y sus miradas, sobre todo si tiene la desgracia de haber dado con una persona celosa y la fatalidad de haber caído con quien es aficionado a pelearse.
Otras señales de amor son: que el amante espíe al amado, tome nota de cuanto diga, investigue cuanto haga, sin que se le escape cosa alguna ni chica ni grande, y le siga en todos sus movimientos. Y, por vida mía, tú veras que en esto los necios se vuelven listos, y los incautos, agudos.
Una vez, en Almería, estaba yo de visita sentado en corro, en la tienda de Isma’il ib Yunus, el médico judío, que era ducho en el arte fisiognómica y muy perito en ella, cuando Muxahid ibn al-Husayn al-Qaysi le dijo, señalando a un hombre, llamado Hatim Abu-l-Baqa’, que pasaba frente a nosotros: “¿Qué dices de ese?” Isma’il lo miró un momento y luego dijo: “Que es un enamorado” “Acertaste, dijo Muxahid; pero ¿cómo lo sabes?” “No más, contestó, que por la excesiva abstracción que lleva pintada en el semblante, para no hablar de sus otros ademanes. He deducido que se trata de un enamorado, sin que haya lugar a dudas.”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario