Desde este mismo lugar, y con ocasión del
Congreso Español de Estudios Clásicos de 1961, aproveché por primera vez -creo-
los resultados de Mukarowsky1para
aplicarlos a un problema particular de la historia de la métrica occidental2.
Hoy, que me dispongo a someter a la consideración de ustedes una cuestión de
carácter general, voy a aprovecharlos otra vez (y no creo que vaya a ser
tampoco la última).
En efecto, un primer grado
de convencionalidad del ritmo literario (literario y no sólo poético, pues lo
mismo vale para cualquier clase de prosa «numerosa», sea cuantitativa,
acentuativa o aliterada, sea, sencillamente, membrada) se revela inmediatamente
a partir del hallazgo de Mukarowsky, fundamental si los hay, de que los
elementos básicos de este ritmo son necesariamente pertinentes en la lengua
cuya rítmica se sirve de ellos, esto es, tienen en ella alcance fonológico, no
se reducen a meras realizaciones fisiológicas de sonidos acústicamente percibidos,
pero no valorados como posibles distintivos de significados. Recordé en aquella
ocasión ejemplos de las viejas Poéticas castellanas, «licencias» que el nuevo
descubrimiento justificaba plenamente, permitiendo encuadrarlas en lo más
regular del sistema versificatorio; añado hoy, un poco a la viceversa, las bien
conocidas licencias latinas de consonantización de i, u vocales y vocalización de i, u consonantes (clásicos ejemplos
respectivos: la cláusula virgiliana «ábjete cóstas»3,
el hemistiquio horaciano «núnc mare, núnc siluáe»)4,
perfectamente explicables para quien considere que el carácter vocálico o
consonántico de una y otra no afecta a su valor fonológico, sino es mera
variante de realización. Y aún, fuera de este terreno de licencias
justificables, otra comprobación entre las de carácter general que no hace
falta multiplicar: en castellano puede rimar -sólo en asonante, como es natural5-
la variedad abierta de cualquier vocal con su correspondiente cerrada (cerros-puesto)
-se trata sólo de variantes no pertinentes-, lo que no valdría para las de e y o en la versificación catalana o
italiana, donde se oponen como fonemas distintos.
Pues bien: siendo así que
el tener carácter significativo o no estas diferencias pertenece a lo
convencional que es cada sistema fonológico, el ritmo que en ellas se basa
queda, por este sólo basarse, ya condicionado en un primer grado por una
convención.
Igual que este primer grado de
convencionalidad, condicionado por el sistema, puedo dar como ya conocido un
segundo, fruto de la aguda penetración jakobsoniana6,
que, de una manera cómoda para lo que ahora interesa, me atrevo a proponer
diciendo en resumen que los elementos fundamentales de un ritmo lingüístico no
se oponen -llegado el caso- en exactitud de realización fisiológica y
percepción acústica, sino en un cálculo convencional. Debatidas cuestiones de
la métrica cuantitativa, especialmente de la clásica, encuentran en esta
formulación su encuadre explicativo: la equivalencia «dos breves = una larga»
no hace falta entenderla en el sentido de que matemáticamente aquéllas durasen
una mora igual cada una y ésta dos exactamente iguales, sino en el de que entre
los usuarios -creadores y perceptores- de un tal ritmo existía la convención de
considerarlo así, sin pararse a «medirlo». Justificación solemne de este aserto
es el ejemplo de dichas métricas clásicas que, si no me engaña la importancia
de la propia materia, me dispensará de aportar otros, tomado de su tratamiento
de las largas por «posición». Ya el nombre, aquí, es ilustrativo, pues tanto el
tecnicismo griego J/esei como sus calcos en la terminología latina positu y positione no significan -como tal vez ha podido en
ocasiones pensarse a partir de una didáctica simplista- «por posición» (e.
e., «colocación de una vocal ante dos consonantes»), sino «por
establecimiento» (e. e.,
«por haberse establecido así»; en suma, «por convenio», que no en balde el
término griego escogido es el mismo que se opone a F/nsij; con este sentido de «convención» en el lenguaje general, cf. Bailly, Dict. gr. f. s. v.).
Pero es que el «convenio», lo convencional de esta equiparación, no consiste
sólo en aceptar que una consonante que trabe sílaba se cuente como una mora
vocálica, de modo que una sílaba como la inicial de factus, con a breve, equivalga a la inicial de fatus, con alarga,
porque las dos moras de ésta se equiparan a la suma de la mora de la a breve indicada más el tiempo empleado
en emitir la c, tomado
como otra mora. Sino que hay más: se acepta también la equiparación de estas
sílabas largas con la inicial de actus, con a larga, y sin que este ser larga la
vocal y tener después también un tiempo para la consonante c la hiciera contar como distinta de las
iniciales de factus y de fatus. Las
artificiosas e insuficientes explicaciones intentadas con anterioridad (admitir
entonces un acortamiento de aquella larga trabada, especie de ley de Ten Brink
contra el que deponen hasta los préstamos cristianos al galés, como ha
estudiado recientemente Michelena7;
o una pronunciación más apretujada de todo el conjunto) huelgan completamente
desde ahora: sílabas largas son las que se oponen a las breves (concepto
«fonologista», por decir así) y no las que precisamente duran el doble que las
breves (concepto «fonetista»). Ahora bien: son breves sólo las sílabas cuyo
elemento computable cuantitativamente es una vocal breve (fa en facio); a
ellas se oponen (= son largas o cuentan como tales) lo mismo aquellas en que
una breve es seguida de consonante, o que tienen larga, vaya o no seguida de
consonante (tipos, respectivamente, reseñados: iniciales de factus, fatus y actus), e
incluso -englobando aquí la primera equivalencia antes mencionada- los pares de
dos breves (p. ej., las
dos iniciales de reficio).
Hasta aquí, pues, dos
grados distintos del carácter convencional del ritmo, en los que, por ser ya
más o menos conocidos, no me detengo especialmente, pero que no podía pasar por
alto so pena de parecer que los olvidaba o menos preciaba, cuando es todo lo
contrario. Al evocarlos, he citado juntamente casos concretos, como
comprobaciones y como ejemplos a la vez.
Pero lo que me propongo
fundamentalmente someter a su juicio es, a partir de aquí: I, el reconocimiento
de otros tres elementos de convencionalidad; II, su posible aplicación al
esclarecimiento de hechos métricos concretos; III, su posible entronque en una
panorámica de mayor amplitud.
- I -
1
Los elementos del ritmo no
sólo son convencionales en cuanto que basados en la convención del sistema
fonológico y en cuanto que interpretados según convención -grados anteriores-,
sino que, además, aparecen a intervalos también convencionales. En efecto:
a) No es necesario que
aparezcan a distancias iguales, como el tiempo fuerte del compás en música
militar o de baile: los destellos de un faro constituyen un ritmo -óptico-
comunicable y perceptible, si bien la mayoría de ellos los emitan a intervalos
desiguales.
b) Pero ni siquiera que,
siendo desiguales, aparezcan por lo menos en secuencias regulares: el ictus del canto gregoriano puede aparecer cada
dos o cada tres tiempos, y no es previsible después de un pneuma binario si el
siguiente lo será o será ternario y viceversa: sólo se sabe que será binario o
ternario, con exclusión de otras especies, y ello sólo basta para la esencia de
este ritmo, comunicable como otro musical cualquiera, aunque no lo sean todos
en el mismo grado de comunicabilidad.
2
Además, elementos e
intervalos no sólo son convencionales en su esencia, sino que resultan
convencionalmente elegidos, aun los que en su origen pudieron estar motivados:
en el ejemplo citado del faro se ha prescindido de seleccionar elementos
cromáticos; en cambio, éstos se han tenido en cuenta en otra señalización
óptica, el semáforo. En el caso del gregoriano, nada explica en la actualidad
por qué se han elegido los intervalos binarios y ternarios precisamente, con
exclusión de todos los demás.
En nuestro caso, se trata
de una relevancia que se superpone a otra: los elementos fundamentales del
ritmo literario son todos ellos relevantes fonológicamente, según se ha dicho;
pero no todos los relevantes fonológicamente lo son a efectos rítmicos, sino
unos cuantos seleccionados entre ellos, diferentemente según convenciones
propias de distintas literaturas, o a veces de una misma literatura en distintas
épocas y aún, a veces, de una misma literatura y época en distintos
procedimientos literarios.
3
Es más -y yo, por ahora,
señalaría aquí la culminación de la convencionalidad-: los elementos
fundamentales pueden aparecer en lugares donde no se les espera como tales, y
entonces, sencillamente, se les desprecia como tales también: notas staccatas fuera de tiempo fuerte en música de compás
de barras, no invalidan el ritmo.
En nuestro caso, cabe
hablar entonces de una pérdida del valor relevante del elemento distintivo, es
decir, de una auténtica neutralización rítmica; y llamar posiciones de
neutralización -si se da el caso- a aquellas en que dicha pérdida sea posible.
- II -
Agrupo a continuación
hechos métricos expresamente con carácter vario y sin pretensiones de
exhaustividad, según se expliquen por los grados de convencionalidad que acabo
de exponer teóricamente, y de acuerdo con la misma enumeración.
1
La no necesidad de
aparición de elementos fundamentales de ritmo a intervalos iguales justifica la
plena legitimidad en métricas diferentes de:
a) La anisosilabia
estrófica: las estrofas con versos de estructura diferente, desde el dístico
elegíaco a las alcaicas, sáficas y asclepiádeas de la métrica clásica, hasta
las liras, endechas y seguidillas de las romances, presentan unos elementos
fundamentales a intervalos desiguales. («Convenidos» no significaría aquí,
claro está, un convenio de código impuesto; piénsese en las estancias, donde la
combinación estrófica la regula el poeta dentro de cada composición, sin que,
antes de leerlo, sepamos qué versos serán hepta- y cuáles endecasílabos, cómo
rimarán entre sí, ni siquiera de cuántos constará en conjunto la estrofa.) Y la
posible combinación de estructuras estróficas desiguales en conjuntos más
amplios que las estrofas: los trípticos epódicos de la tragedia clásica
(estrofa y antistrofa iguales, épodo diferente), el soneto.
b) La combinación de
elementos métricos desiguales no ya, como en a), con una regularidad de
aparición, sino incluso sin ella, sólo dentro de unos límites convencionales
consabidos. Aquí, claro está, la silva, cuya diferencia con la estancia me
dispenso no ya de presentar, sino aun de interpretar a mi propósito ante
ustedes; las variedades de acentuación obligatoria del endecasílabo románico
(caben preferencias estilísticas, por supuesto; pero, aun donde las hay, ¿no
cabe parangonar con lo que decía en este mismo punto del capítulo 1 respecto al
ritmo gregoriano la imprevisibilidad de saber si después de un endecasílabo en
sexta aparecerá otro o uno en cuarta y octava y viceversa?). Para la métrica
clásica, este apartado es capital: desde las censuras del hexámetro -a las que
cabría aplicar,mutatis mutandis, la misma imprevisibilidad que acabo de
apuntar- hasta algo tan básico como la posible presencia de pies condensados en
la versificación yámbica y trocaica, cuya desigualdad e irregularidad de
aparición han dado pie, también, a explicaciones tan artificiosas como bien
intencionadas (acortamiento de la larga irracional, de las sílabas de todo el
pie, etc.),
que yo quisiera haber probado que huelgan totalmente. Muy sencillo: en la
métrica a la griega hay una unidad intermedia entre el verso y el pie (el
metro, precisamente), que se comporta en los citados ritmos y en otros
parecidos de manera que una de sus partes puede ser desigual a la otra en una
mora más: de aquí la nomenclatura según estos metros (dímetro = cuatro pies,
trímetro = seis, etc.);
nomenclatura, por cierto, sustituida en las adaptaciones a la latina, donde
aquella diferencia entre partes de metro no se observa apenas, por la que alude
al número de pies (cuaternario, senario, etc.),
¡también aquí la terminología importa algo!
2
La convencionalidad de la
selección de los fundamentos del ritmo literario apenas necesito tocarla, de
puro perogrullesca. Se considerará natural la inexistencia de métrica
cuantitativa en románico, donde la cantidad no es fonológica, y la de una
acentuativa en latín clásico, donde el acento no lo era. Pero, ¿por qué no la
tuvo así el griego clásico, cuyo acento era fonológicamente relevante? ¿Por
qué, incluso, tardó más tiempo en aparecer e imponerse en dicha literatura que
en la latina, una vez pudo iniciarse en ésta? ¿Cómo han dejado perder ambas el
procedimiento antiquísimo de la aliteración, mantenido mucho más en otras
lenguas indoeuropeas? Y así, ampliamente, con la doble posibilidad de rima
consonante y asonante románicas junto al verso blanco, las distintas
combinaciones de versos en estrofas, etc.
3
Más recalcable me parece,
por menos atendida en general, la tercera convencionalidad, la de carácter
negativo, por la que se admite la presencia, desde luego descalificada, del
elemento fundamental donde no funciona como tal. La ejemplificación, sin
embargo, sería fácil y abundantísima; para empezar, baste con un verso entre
los inmortales:
Amada en el
Amado transformada,
cuyo primer final ada no
es ni tenido en cuenta siquiera para quien ya, después de las precedentes
estrofas de la Noche,
tiene consabida la
distribución de los elementos rítmicos en la lira.
Aquí, pues, la solución de la posible
irrelevancia acentual de una tónica fuera de tiempo fuerte en métrica
acentuativa:
la tónica de oro está neutralizada rítmicamente9.
Aquí, finalmente, algo de
tanto alcance en la métrica clásica como es la posible presencia del elemento
fundamental del ritmo, la larga, en tiempos débiles de la versificación, para
lo cual sirve de ejemplo cualquier espondeo de cualquier poema.
- III -
Contra la idea, pues, de un
«fisicismo» sensorial, acústico u óptico, en el ritmo literario, que supusiera
que éste se produce por la sencilla impresión de elementos realizados y
perceptibles (intensidad, cantidad, etc.),
parece conveniente admitir una polifacética convencionalidad, que, en grados
diferentes, lo inmerge en la panorámica general que ofrecen los distintos
elementos de las lenguas.
A) Sin que ello suponga una
proporcionalidad directa, afirmaría que la convencionalidad del ritmo es mayor
cuanto mayor es la convencionalidad lingüística. Es decir, admitiría para el
ritmo del primitivo -cuyo lenguaje es también más sensorial, onomatopéyico, ex
grito- un «fisicismo» mucho mayor que para el hombre de lenguaje muy elaborado.
B) Como el hablante acepta la convención
lingüística por inmersión en el sistema, así se entra en el convenio del ritmo
literario. Cierto que en uno y otro caso cabe buscar las razones del convenio,
pero cierto también que el no hallarlas no impide el funcionamiento de lo
convenido. El hablante medio no sabe por qué llama a la mano, «mano»; el docto,
que sí lo sabe, no acaba de estar convencido de por qué llama al perro,
«perro». El espectador medio de Aristófanes y de Plauto, el que silba al actor
que equivoca una cantidad, sería incapaz de explicar métrica teórica; los
tratadistas clásicos, que tantas cosas explicaron, se quedaron ante los pies
condensados antes aludidos, sin explicación: makm/a )\alogoj, longa irrationalis (¡no deminuta:
también aquí la terminología es importante!) llamaron a la larga que en ellos
aparecía donde esperaban una breve.
C) Como cabe un estudio más
profundo de una lengua por parte de quienes no la practican como propia (no que
necesariamente tenga que hacerse, sino que puede que se haga más profundo por
ellos), así de las cuestiones de ritmo.
Pero no es sólo el
misionero interesado el que habrá dicho del quechua más que lo que era
consciente a los propios hablantes de esta lengua, como es posible que Drexler
sepa más del hexámetro latino que ningún romano. Sino que, así como el turista
puede, a fuerza de tentativas de inmersión, llegar a sumergirse en un sistema
lingüístico, lo propio cabe al extraño a un ritmo hacer con él, hasta que logre
convertir en consabidos los elementos que no lo eran. Confío en que a muchos de
mis oyentes les habrá pasado así más de una vez con la rima interna, y, si es
así, me considero relevado de más ejemplos.
* * *
En una frase célebre, von
Bülow ponía al ritmo en el comienzo de la literatura, entendiendo que sólo a
base de la ayuda que supone para la memoria cabía hablar de transmisión
literaria: Im Prinzipium war der Rhythmus. Ya entonces, es decir, cuando el tal ritmo era, por
definición, transmisible ya él también, comunicable, existía, junto al ritmo,
la convención. Y el ritmo era convención.
(Fuente: Biblioteca Cervantes Virtual)
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