Daniel Barenboim está concentrado en la ejecución al piano de una sonata de Beethoven. Su espalda está rígida y perfectamente integrada al taburete sobre el que está sentado.Su cabeza se mantiene también firme aunque levemente inclinada hacia adelante de tal modo que su postura aprieta la papada y hace que parezca más gruesa y prominente. La cámara lo enfoca de perfil y al aproximarse a su silueta característica de pianista, se detiene un rato en su mirada: Barenboim se encuentra en estado de concentración absoluta, por completo absorto, con los ojos clavados sobre sus manos, como si quisiera asegurar la conexión perfecta entre la partitura memorizada y la parte de su cuerpo encargada de ejecutarla. Por la expresión de su rostro uno supone que esos ojos no están mirando nada en absoluto, que están como invertidos, como si se hubieran girado hacia adentro en un gesto extraño, de gran expectación, que revela la inminencia de un momento crucial: va a producirse el acoplamiento milagroso y tan preciso como un mecanismo de relojería entre un hombre y un instrumento. Su mirada es la de un yo que parece haberse detenido, paralizado en su sentido íntimo.
Sin duda nada de la escena es casual, alguien la ha dispuesto con mucho cuidado. Barenboim está en una amplia estancia, solo, y rodeado de grandes ventanales. De la pared del fondo sobre la que se recorta el enorme piano de cola se destaca el rojo de un gobelino y el oro de los estucos que lo encuadran y los cristales de los ventanales que separan la sala de una fuente de luz exterior que no se alcanza a ver. La imagen se ajusta a la presentación tópica y convencional del pianista, pero la cámara se esmera en la composición de cada detalle. Se detiene un momento en la cabellera del artista, que empieza a encanecer, enfoca la doble cola del frac que cae con elegancia por detrás del taburete, el negro sobre el rojo (o el rojo sobre el negro) y se fija por unos instantes en las manos que se mueven con agilidad asombrosa, como dos arañas expertas sobre el teclado. Todos estos detalles valen (y placen)por ellos mismos.
Al cabo de un rato compruebo con sorpresa que no es la música lo que me ha seducido hasta atar completamente mi atención aunque la sonta sea, como es obvio, magnífica, sino la peculiar armonía del conjunto que forman la ejecución, la pieza, el escenario, la luz y esa mirada única, que he visto muy pocas veces, completamente vuelta hacia adentro.Entiéndaseme bien: la música es maravillosa pero en esta ocasión uno no puede atender sólo a una audición sino que se ve llevado a celebrar una consonancia que no es técnica o inspirada o simplemente virtuosa sino que ha sido elaborada con todo rigor y tras innumerables ensayos para un propósito que no es solamente musical.Es como si alguien hubiese querido darnos la representación cabal del artista.La consonancia es el artista.Barenboim-o quien lo haya filmado-ha puesto música y escenario a una investidura mágica construida igual que la partitura de Beethoven. Una compleja maraña de armonías que se montan sobre otras armonías y cuya regla de composición sigue una clave que no podemos apresar pero que no obstante nos encanta.(...)
Descubro de golpe que en el fondo soy un clásico, probablemente igual que el propio Barenboim. Pero esa forma abrupta, intempestiva, de poner un rótulo a mis gustos me resulta muy poco significativa. Lo clásico, lo romántico, son distinciones irrelevantes, académicas, ingenuas, como todas las distinciones y categorías de la estética y la teoría del arte. La escena no sirve para sustanciar ninguna especulación teórica sino como fundanento de un juicio que estalla en mí como un pantallazo. Parece fuera de toda duda que yo como tantos(hay tantos, tantísimos como yo), no soy capaz de constituir una armonía semejante a ésa, que jamás lograré producir una coincidencia comparable.Conclusión que antecede a otra aun más dolorosa: de pronto comprendo que mi incapacidad de alcanzar ese grado de precisión armónica significa que no sé producir nada que sea en verdad maravilloso; o sea, que no soy, que no he sido ni seré nunca un auténtico artista.
Enrique Lynch nació en Buenos Aires en 1948."El artista" pertenece a su libro Prosa y circunstancia (Taurus, 1997)
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