Defendiendo al Capital
¿Una secta racionalista?
Se suele dar por
supuesto que el fundamentalismo es una patología propia de las religiones.
Muchas de las cosas que se han escrito apresuradamente en torno al
fundamentalismo islámico parten de esta premisa, que permite trivializar al
máximo las cosas para echarle la culpa de todo a Mahoma.
Al parecer, nos
hemos olvidado de los fundamentalismos políticos del siglo XX, que cuando no
eran ateos sólo usaban pragmáticamente de la religión; pero aun así fueron
intolerantes y sectarios en un grado nunca visto. También los jacobinos
adoraban a la Diosa Razón
pero acabaron por levantar la guillotina, y los positivistas endiosaban a la Ciencia sólo para acabar
venerando a la amante de Comte.
Cuando se habla de
los nuevos fundamentalismos “religiosos”, habrá que pensar, más que en
cuestiones teológicas, en una consecuencia indeseada del pensamiento único, que
erosiona la identidad cultural y empuja a defender fanáticamente la diferencia.
El fanatismo, el
sectarismo y el fundamentalismo son fenómenos recurrentes en la historia. Al
igual que la neurosis, pueden justificarse con cualquier guión ideológico.
También pueden llegar a hacerlo sobre la base de un programa racionalista, en
cuanto abandonan el pensamiento crítico para proclamar dogmas indiscutibles,
con un empecinamiento propio de las peores inquisiciones.
De esta paradoja
se ha ocupado el “escéptico” Michael Shermer, uno de los pocos que mencionan el
Objetivismo de Ayn Rand como una curiosa secta racionalista que hizo del
capitalismo un dogma y acabó enredándose en el culto a su fundadora,
justificando ideológicamente sus caprichos y sometiéndose a una disciplina
autoritaria.
La paradójica
historia del Objetivismo no es demasiado conocida, aunque nadie negará que ha
influido en nuestras vidas. En sus dogmas podemos incluso descubrir una de las
fuentes de ese pensamiento único que hoy inspira a los talibanes del Mercado.
La infalible Ayn Rand
Alissa Rosenbaum
(1905-1982) nació en San Petersburgo y murió en New York. Según la leyenda
oficial, aprendió a leer sola a los seis años y a los ocho ya quería ser
escritora. Durante la revolución rusa, la farmacia de sus padres fue confiscada
y tuvo que emigrar a Crimea. Luego, estudió filosofía e historia en Petrogrado.
También se enamoró del cine de Hollywood y aprendió a escribir guiones.
En 1926 viajó a
los Estados Unidos, invitada por unos parientes que tenía en Chicago, y
aprovechó para quedarse.
Al año siguiente
desembarcó en Hollywood y atrajo la atención de Cecil B. DeMille, quien le dio
un papel de extra en Rey de Reyes.
Sus devotos suelen buscar su rostro en la muchedumbre que sigue a Cristo camino
al Gólgota. Junto a ella distinguen a Frank O’Connor, quien sería su esposo.
O’Connor, que sólo
alcanzó cierta fama a su lado, no era precisamente un astro: su filmografía
sólo incluye varios “bolos” como policía, parroquiano, sheriff o empleado de
telégrafo entre 1922 y 1934.
Su fama hizo de ella un referente
cultural de las derechas norteamericanas. A pesar de haber escrito apenas
novelas y artículos fue aclamada como pensadora y comparada con Aristóteles y
Kant. En los años Sesenta, Andy Warhol la retrató y acabó de entronizarla entre
los ídolos americanos.
Para entonces ya existía un
instituto destinado a difundir su pensamiento, que ganaba adeptos día tras día,
cuando sobrevino un escandalete sexual que dividió a sus fieles. Murió,
bastante olvidada, en su departamento de New York y fue enterrada en un ataúd
que llevaba grabado el signo “$”. Era su emblema personal, que compartía con
aquel tío millonario del Pato Donald que inspirara Paul Getty.
La Biblia de Rand
Se dice que los
libros de Rand han vendido más de cuatro millones de ejemplares, lo cual le
permite competir con la Biblia
y hasta con Harry Potter. Durante los años Sesenta, cuando los estudiantes
contestatarios de los campus norteamericanos buscaban inspiración en cualquier
parte, desde Marcuse y Thoreau hasta Tolkien, alcanzó el cenit de su
popularidad. Después comenzó a ser leída por los banqueros, consultores de
empresas y políticos republicanos.
Es difícil
encontrar un crítico capaz de encontrarle algún mérito literario a sus novelas,
y los filósofos profesionales nunca tomaron en serio sus ideas. Sus adeptos
afirman que los críticos jamás leyeron La
rebelión de Atlas, lo cual es explicable, tratándose de un mamotreto de
1070 páginas con letra de contrato.
Su tercera novela,
El manantial, que fue llevada al cine
en 1948 con Gary Cooper y Patricia Neal, es la lucha de un arquitecto genial
contra la mediocridad, y le debe bastante a Ibsen. Algo distintas son Himno y Atlas, que según la enciclopedia de Clute y MacNicholls podrían
caber dentro de ciencia ficción, ya que transcurren en un futuro de mediano
plazo.
El Himno en
cuestión es la admiración del individuo por sí mismo, el triunfo del Yo a la
manera de Whitman. El marco es una grotesca distopía socialista. Sucede en un
mundo donde ha triunfado el colectivismo, causando la extinción de la
iniciativa privada, la ciencia y el arte. Todo pertenece al Estado, pero reina
la miseria, la gente se alumbra con velas y se viste de arpillera. El heroico
protagonista se rebela contra el sistema y escapa de la tortura, porque la
cárcel es ineficiente y burocrática. Conoce a su pareja, huye con ella al campo
y culmina su obra el día que vuelve a inventar la lamparita eléctrica. Ha
descubierto el poder del individuo, y entona un himno a sí mismo.
En este mundo, el
Estado obliga a todos a hablar en plural, para combatir el individualismo. Por
ejemplo, cuando el protagonista se enamora se ve obligado a decir: “nosotros
apreciamos que ellas tenían unas hermosas curvas”. Con este lenguaje, a las
pocas páginas el libro se vuelve no sólo absurdo, sino francamente ilegible.
Por suerte, es apenas un cuento largo, al punto que los editores se ven
obligados a completarlo con la versión facsimilar del manuscrito.
El voluminoso Atlas, en cambio, escenifica una huelga
de capitalistas, algo así como un lock
out masivo de los Capitanes de Industria y las finanzas, a quienes Rand
considera una minoría perseguida, víctima del Estado regulador. La novela
transcurre en un impreciso futuro donde el socialismo ha ido dominando el
mundo. En USA se desalienta la eficiencia y hasta se cree que la gente tiene
derecho a cosas como el salario vital o la educación, cuando lo único que
cuenta es la libertad de empresa.
Lo notable es la
miopía con que la Rand ,
que en algo se parecía a Stalin, sólo es capaz de imaginar un futuro dominado
por los ferrocarriles y los cables de cobre. Escribir esto en 1957, cuando
asomaban las autopistas, el avión y la fibra óptica, era un tanto ingenuo.
Los Estados Unidos
están en franca e irreversible decadencia; los sindicatos defienden a los
vagos, los huelguistas abandonan un tren con todos sus pasajeros en medio del
desierto y el Estado prohibe las innovaciones técnicas para proteger las
fuentes de trabajo.
El libro se abre
con la “repulsiva” imagen de un desocupado que pide limosna y no escatima
calificativos casi racistas para la gente común, los fracasados indignos de
vivir en ese mundo que construyeron los Grandes Hombres.
Ayn Rand se
retrata a sí misma en la protagonista Dagny Taggart, que es tenaz, intrépida y
promiscua. Dagny lucha para que su ferrocarril privado pueda contar con rieles
hechos de una milagrosa aleación creada por Rearden, otro magnate innovador,
que le permitirá a sus trenes alcanzar grandes velocidades.
La crisis es
terminal, y habrá de culminar con un gran apagón en New York. Perseguidos, los
Capitanes de la Industria
se hartan del Estado benefactor y abandonan a su suerte la sociedad de los
mediocres, los “saqueadores” de la riqueza que sólo ellos son capaces de crear.
Se refugian en una base secreta de Colorado,
donde esperan el colapso del sistema. Entre ellos hay un compositor
incomprendido y un filósofo que se hizo pirata sólo para robarle al Estado, a
la inversa de Robin Hood, que para la Rand era el epítome del mal.
Hasta hay un millonario argentino de
apellido italiano, pero se dice que desciende de hidalgos españoles y posee
grandes yacimientos de cobre, lo cual podría hacerlo chileno. Pero todo eso
queda en Brasil...
Cuando el gobierno
está por estatizar sus empresas, un petrolero incendia sus yacimientos y el
argentino vuela sus minas de cobre, para acelerar el colapso del sistema. Se
trata de empobrecer todavía más a la gente, no para que se rebele sino para que
se resigne.
El movimiento
tiene un líder en la clandestinidad: un ingeniero genial llamado John Galt,
quien inventó un motor eléctrico que convierte la estática en movimiento, pero
destruyó el prototipo para ponerse al frente de la resistencia. El núcleo
ideológico de la novela está en un largo discurso de Galt, que en un momento se
apodera de la cadena de radio y le endilga al país un discurso tan largo como los
de Fidel.
Apresado por
desganados esbirros, Galt es torturado con descargas eléctricas (Ayn tenía
ciertos gustos sadomasoquistas) pero la máquina se descompone por falta de
repuestos. Huye y se reúne en las montañas con los otros empresarios. Allí
esperarán que la sociedad les ruegue que vuelvan para otorgarles el poder
absoluto. Mientras tanto, fuman sus exquisitos cigarrillos que llevan la marca
del dólar. En la plaza de su aldea, se levanta un enorme signo “$” de acero inoxidable. “En él
confiamos...”
Filosofía barata
Una laboriosa
exégesis de estas dos novelas, y de los escritos de Rand contra la izquierda,
los sindicatos, los estudiantes y el Estado de bienestar, en defensa de la
economía de mercado y el egoísmo como principio social, han permitido a sus
discípulos compilar algo que no sólo llaman un sistema filosófico, sino el más
grande de todos los tiempos.
El sistema se
resume en un catecismo de pocas palabras: objetivismo,
racionalismo, interés personal y capitalismo.
Su ideología suele ser definida como “libertaria”, algo que en USA es lo
opuesto de lo que nosotros conocemos como anarquismo.
Claro está que
para hacer filosofía no basta con afirmar que uno es “realista” (eso significa
“objetivismo”) o que su epistemología consiste en confiar sólo en “la razón”.
Gente como Aristóteles, Kant o Hegel han
necesitado litros de tinta para explicar cosas así, y aun seguimos
discutiéndolos. A Rand le basta con proclamarlas.
Frente al
radicalismo egoísta de la Rand ,
Bentham y Mill, los utilitaristas ingleses del siglo XIX, parecen filántropos.
Para Rand, la raíz de todos los males está en el altruismo, ya que éste
subvierte los valores al poner el bien supremo (el beneficio personal) por
debajo del interés general. Su fuerte no era la ética, pero tampoco la lógica.
La sociedad se
divide en “saqueadores” y “creadores”. Los primeros sólo piden que la sociedad
los contenga y respete sus derechos. Los segundos crean riqueza para todos,
pero sólo cuando lo hacen para sí. Luego, dirán los exégetas, se producirá el
“derrame” de la riqueza. Nada se dice de cuántos mediocres hacen falta para que
un héroe haga su acumulación de capital o lo incremente, pues parece que los
genios crearan desde la nada.
Humano, demasiado humano
En los años
Sesenta, cuando las tendencias individualistas que luego alimentarían a la New Age florecían en las
universidades, Nathaniel Branden surgió como el exégeta oficial del
Objetivismo, al fundar un instituto dedicado a difundir su pensamiento.
En torno a Rand y
Branden surgió una suerte de secta que sus propios miembros llamaban “el
Colectivo”. Antes de romper tardíamente con su líder, Branden había sido
proclamado su heredero espiritual, pero luego fue expulsado. Murray Rothbard,
un disidente, fue el primero en denunciar las prácticas “totalitarias” del
movimiento, por lo cual fue execrado como traidor.
Mientras tanto,
Branden y su mujer habían caído en desgracia. Recién muchos años después de la
muerte de Rand, allá por los Ochenta, se atrevieron a publicar varios libros
donde denunciaban las prácticas del Colectivo objetivista.
Según el
arrepentido Branden, los adeptos creían que Rand era el la personalidad más
grande que había producido el género humano y que en Atlas culminaba toda la historia del pensamiento.
No se toleraba que
alguien fuera tan individualista como para disentir con ella, y sus gustos eran
el paradigma estético. Ayn había echado a algunos colaboradores porque no
sabían gustar de la música de Rachmaninoff, lo cual era un claro indicio de su
inferioridad. En eso, y en el “culto de la personalidad”, también se parecía a
Stalin.
El escándalo
comenzó cuando Branden y Ayn se hicieron amantes. Como ambos eran Seres
Superiores, acordaron con sus parejas Frank O’Connor y Barbara Branden, que
tenían derecho a una noche de pasión semanal. Pero tiempo después Ayn descubrió que Branden, defensor de la libre
empresa, tenía una segunda amante. Entonces, hizo tronar el escarmiento. Había
escrito que la fórmula “no juzguéis, y no seréis juzgados” era una expresión de
cobardía, de manera que juzgó severamente. Fuera de sí, maldijo a Nat, a quien
le deseó la impotencia para el resto de sus días y prometió destruirlo. Por fin
emitió una excomunión para Nat y su esposa, por “haber traicionado los
principios del Objetivismo” con su conducta “irracional” y los expulsó
ignominiosamente de la organización. En esos días no faltaron algunos fieles
que propusieron apalearlos y cosas aun peores.
El escándalo dividió profundamente
al movimiento, cuya decadencia se hizo inevitable. En 1982, Rand murió rodeada
de un puñado de fieles, y fue enterrada junto a su marido, el complaciente
Frank O’Connor. Pero años después su ejecutor testamentario Leonard Peikoff
fundó el Instituto Rand, que sigue difundiendo su doctrina desde California.
Todo esto sería
anecdótico si no recordamos que Rand fue la primera en hablar de desregulación,
privatización, capitalismo global y otras ideas que se impusieron desde Reagan.
El Instituto sigue activo, incluso tiene una filial argentina, y en marzo de
2001 organizó un seminario por el libre comercio continental en Punta del Este.
Un somero cabotaje
por la Red , nos
revela que Rand sigue engendrando papers filosóficos, y hasta hay quien escribe
libros para refutar su epistemología y su ética. El filosofo católico Michael
Novak pretende demostrar que el objetivismo es compatible con el cristianismo,
pero pocos sitios más allá algo que se titula Frente de Liberación Luciferiana
lo exalta como una moral heroica diametralmente opuesta a la cobardía
judeocristiana. Sólo el Mercado puede lograr ciertas coincidencias.
Las doctrinas un
tanto groseras de Ayn Rand y la tragicómica historia de estalinismo liberal
parecerían cosas superadas, pero seguimos conviviendo con ellas. Leamos sino Capitalismo, el ideal desconocido, una
recopilación de textos de Rand y colaboradores que viene reeditándose desde
1967. No sólo encontraremos allí los trabajos del herético Branden,
rehabilitado a los fines editoriales como si no hubiera pasado nada. La gran
sorpresa es que nos topamos nada menos que con tres artículos de un viejo
conocido nuestro. Es nada menos que Alan Greenspan, el presidente del Fondo de
Reserva Federal, que entonces criticaba el populismo de los demócratas.
En cosas como
estas creen los que manejan el mundo, aunque por pudor no suelen confesarlo.
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Pablo Capanna (Florencia, 1939) es filósofo y autor de libros fundamentales como El sentido de la ciencia-ficción (1966) La tecnarquía (1973) El señor de la tarde. Conjeturas en torno de Cordwainer Smith (1984) Idios Kosmos, claves para Philip K. Dick (1991) La tentación de la magia (1995) Excursos, grandes relatos de ficción (1999) El icono y la pantalla. Andréi Tarkovski (2000) Conspiraciones, guía de delirios posmodernos (2009) Inspiraciones. Historias secretas de la ciencia (2010) Maquinaciones. El otro lado de la tecnología (2011)
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