jueves, 29 de octubre de 2009
Baldomero Fernández Moreno,Viejo Café Tortoni
A pesar de la lluvia yo he salido
a tomar un café. Estoy sentado
bajo el toldo tirante y empapado
de este viejo Tortoni conocido.
¡Cuántas veces, oh padre, habrás venido
de tus graves negocios fatigado,
a fumar un habano perfumado
y a jugar al tresillo consabido!
Melancólico, pobre, descubierto,
tu hijo te repite, padre muerto.
Suena la lluvia, núblanse mis ojos,
vomita el subterráneo alguna gente,
pregona diarios una voz doliente,
ruedan los grandes autobuses rojos.
martes, 13 de octubre de 2009
Vizconde de Lascano Tegui, El chapirú
Vizconde de Lascano Tegui, La cornalina
La cornalina que se conocía en la época romana fue hallada también en América en los bordes del río Uruguay. Es una piedra que tiene el color del agua en que se lava la carne. Detiene por eso todas las hemorragias. Las mujeres pueden llevarlas atadas al cuello para evitar disputas con el marido. Bebida con hidromiel, da leche a las nodrizas.
Fernando Molle, Lascano Tegui
"Conozco a fondo la estrategia literaria y la desprecio. Me da lástima la inocencia de mis contemporáneos y la respeto. Además tengo la pretensión de no repetirme nunca, ni pedir prestado glorias ajenas, de ser siempre virgen, y este narcisismo se paga muy caro”. Dandy, provocador, bohemio, cosmopolita: sólo algunas de las muchas máscaras de Emilio Lascano Tegui (1887-1966), autodenominado Vizconde, escritor que sigue siendo maldito y secreto en la literatura argentina. Fue poeta, novelista y ensayista con la misma vitriólica desfachatez. Distintas aristas de una personalidad orgullosamente inasible, ajena a cualquier espíritu de cuerpo literario, y que pagó con la indiferencia ajena sobre su obra. Silencio atenuado en estos últimos años, gracias a la reedición de sus libros por la editorial Simurg.
Nacido en Concepción de Uruguay (Entre Ríos) en 1887, Emilio Lascano Tegui estudió en el Colegio Nacional de Buenos Aires y vivió su adolescencia en San Telmo. Esos años y ese barrio serán retomados muchos años después en los sencillos poemas de Muchacho de San Telmo. A sus veinte años se lo podía escuchar recitando sus discursos en versos octosílabos rimados, como orador de
De la elegancia mientras se duerme (1925) es su libro más acabado. Novela episódica y digresiva, estructurada como diario personal, está ambientada en una pesadillesca Francia de fines del siglo XIX. El fragmento inicial reúne todos los ingredientes del texto: el fetichismo, el dandismo, la estetización del crimen, la escisión psiquica. El narrador-protagonista visita a una manicura: “Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí. Así comencé este libro. A la noche fui al ‘Moulin Rouge’ y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades: -Se ha ciudado las manos como si fuera a cometer una asesinato”. Una voz que se abre paso entre recuerdos infantiles “pecaminosos”, odas al chancro sifilítico, regodeo ante el sufrimiento propio y de los otros, y punzantes reflexiones sobre el arte.
Articulista versátil y brillante, Lascano Tegui abordó una infinidad de temas en sus últimos años. Varias de esas notas fueron reunidas en Mis queridas se murieron (1997). Es un Lascano Tegui ya más conservador, que mira hacia el pasado, reniega de la modernidad urbana y apela a la sencillez de la vida pueblerina. En la ubicua Patoruzú, entre 1946 y 1951, publica unas columnas melancólicas, que a su vez conservan ecos de la mejor patafísica à
Póstumo en vida, con varios de sus textos aún inéditos o perdidos, Lascano Tegui nunca dejó de amargarse ante la indiferencia del público, de sus colegas y de los críticos: “Como una consecuencia a la carencia de obra original,
lunes, 5 de octubre de 2009
Vizconde de Lascano Tegui, El ombú
El ombú, que no es un árbol sino una mata antediluviana, atrae en la pampa al rayo y al pasajero. Como los caravanserrallos árabes, protege bajo su techumbre al hombre sin guarida. Sobre el infinito chato de la llanura, el ombú ha ofrecido al gaucho las proporciones monumentales hacia arriba. Una dimensión más. Los palacios que concibió en sus cuentos de hadas, no alzábanse más alto que los ombúes fatales. Los ombúes son las marcas geodésicas que triangulan el mapa de la nación mucho antes que ésta se perfile. Sirvieron de punto de referencia como las montañas a los alpinistas y los cabos de la tierra entrando en el mar para el navegante, aal paisano a caballo, a brida suelta, perseguido por su sombra en ese billar verde del campo argentino, en donde no había árboles ni individualidades, y que buscaba reparo a la intemperie y agua para detenerse. Los ombúes y los ermitaños del desierto fueron santificados por el paisano. Es en la corteza blanda de los ombúes (que guardan el tatuaje) donde los gauchos se hacen señas. Es al pie de esos árboles, que servían de ruina a la sabandija y de orientación al puma, al pie de los ombúes, que las fiestas camperas, en ese Trianón pampeano, desgranaron sus faldas de colores, se ajustaron las ojotas los bailarines y rayaron el polvo las espuelas pesadas que arrastraba el gaucho como el taco de la cruz y que por el chirrido doloroso se les llama nazarenas. (...)
La arquitectura tentacular de la pampa es el ombú. El rayo la recorre. Pero ni las centellas ni la vejez matan a los ombúes. Son hitos de la ruta e invitan al reposo como las hosterías.(...) Esos ombúes han conocido la tragedia de la tiranía de cerca. Había una avenida de ombúes, corredor de honor de los augustos condenados, en el campamento de Santos Lugares. Por ella desfilaban las víctimas que iban a ser degolladas, a cavar su propia fosa