La noche estrellada
¡Mira las estrellas! ¡Mira, mira arriba hacia el cielo!
¡Oh, mira ese pueblo de fuego posándose en el aire!
¡Las villas luminosas, las ciudadelas circulares!
Abajo, en sombríos bosques, las minas de diamantes, los ojos de los elfos,
el césped gris helado allí donde el oro, el oro veloz yace.
¡Mostellares batidos por el viento! ¡Etéreos álamos encendidos en llamas!
Copos de palomas se lanzan flotando para sobresalto del corral.
¡Ah bien! todo eso está en venta, todo eso tiene un precio.
¡Compra entonces, oferta entonces! —¿Cómo?— con oraciones, paciencia, limosnas,
{votos.
¡Mira, mira, el revuelo de mayo sobre las ramas del huerto!
¡Mira, marzo en flor sobre los sauces alimentados de amarillo!
Éstos son en verdad el granero; puertas adentro de la casa
las mieses. La empalizada brillante encierra a los esposos:
Hogar de Cristo, Cristo y su madre y todos sus santos.
***
Hijo de Oxford, donde había estudiado filología y se había imbuído del más estricto esteticismo griego, Gerard Manley Hopkins (1844-1889) se vio inmerso en esa visión estetizante del mundo, característica de la época victoriana. Los prerrafaelistas ingleses, como se sabe, revivieron la antigüedad clásica, platónica y epicúrea, la Florencia del siglo XV y el Dante de la Vita Nuova. Su conversión al catolicismo (fue recibido en 1866 en el seno de la Iglesia Católica por el Cardenal Newman, quien tuvo una decisiva influencia en su formación y, por cierto, en su posterior vocación religiosa) se debió a motivos demasiado profundos para reducirla a un simple ideal estético. Por el contrario, se trataría, entre otras motivaciones, de una vocación de servir, de rechazo a la exaltación de una belleza en sí misma vacua, ciega al sufrimiento, incapaz de asimilar la realidad cruel en la que estaban sumidos los hombres, en ciudades industriales que delataban la pérdida del equilibrio espiritual, despojándolos de su facultad de descifrar la naturaleza, revelada como gloria de Dios. No sé cuáles puedan ser los caminos del despojamiento, pero alcanzo a intuírlos: a Hopkins lo afligía la situación paupérrima de los trabajadores en la Inglaterra riquísima y excluyente de su época. Dos años después de su conversión ingresa a la Compañía de Jesús.
Su fe lo lleva a alejarse de la mitología antigua. Así lo expresa en una carta a Robert Bridges, poeta laureado, compañero de estudios y amigo de toda la vida, quien después de su muerte reúne, clasifica y publica sus poemas por primera vez: "Créeme, los dioses griegos son del todo inútiles. Despiden tal frialdad que en cualquier obra artística donde se los meta tienen que congelarse y morir".
Según Hans Urs von Balthasar "para Hopkins la cuestión es siempre el elemento individual y singular, el ojo que, a través de todas las leyes, de todas las ideas platónicas y de las formas aristotélicas, se clava en lo inconfundible del ser individual". Toda su poesía aparece tocada por esa "impaciencia por la gracia divina" como la denomina von Balthasar. La naturaleza, como obra de Dios, encierra sus misterios y su belleza salvaje. A diferencia de san Juan de la Cruz, Hopkins separa la poesía de la oración. Aun cuando el arte sirva en última instancia para expresar la gloria de Dios, no ha de convertirlo, porque "eso sería un sacrilegio", en una vía para manifestar los íntimos consuelos de la fe. Para él, el cristianismo es una fuente de inspiración, por medio de la cual se contempla el universo (creación divina) para solazarse en su belleza, y se accede al sacrificio de la Cruz para obtener la gracia.
La suya es poesía para entonar, no para recorrer con la mirada. Las palabras se encabalgan y conforman una melodía. No son dóciles ni serviles; no han sido concebidas para complacer, ni siquiera para encantar como salmodia. Encabritadas, responden a una métrica encabalgada libremente hasta llegar, por momentos, al contrapunto, por momentos a la fuga. Los versos en Hopkins se elevan, recorren una naturaleza conmovedora e indómita y constituyen una plegaria, un cántico de alabanza donde se reconoce el infortunio humano pero también su salvación. Hopkins busca en la poesía lo mismo que indagaba en la naturaleza: lo irrepetible de la forma individual. Y el misterio de lo poético, aquello que lo vuelve irreductible e indeducible, se da en él como algo "natural", ya no inaprehensible, sino como Verbo liberador. La lengua, para él, como cualquier hecho humano, no puede verse como algo inefable, sino como la obra encarnada del Hijo Crucificado. La revelación temblorosa del acento en el éxtasis, pero también en la comprensión, resume en él la grandeza de Dios. En lo inaudito de la poesía de Hopkins estalla, colmado de orgullo y de extrañeza, el sentido de ese júbilo que en Joyce habría de volverse epifanía.
Su fe lo lleva a alejarse de la mitología antigua. Así lo expresa en una carta a Robert Bridges, poeta laureado, compañero de estudios y amigo de toda la vida, quien después de su muerte reúne, clasifica y publica sus poemas por primera vez: "Créeme, los dioses griegos son del todo inútiles. Despiden tal frialdad que en cualquier obra artística donde se los meta tienen que congelarse y morir".
Según Hans Urs von Balthasar "para Hopkins la cuestión es siempre el elemento individual y singular, el ojo que, a través de todas las leyes, de todas las ideas platónicas y de las formas aristotélicas, se clava en lo inconfundible del ser individual". Toda su poesía aparece tocada por esa "impaciencia por la gracia divina" como la denomina von Balthasar. La naturaleza, como obra de Dios, encierra sus misterios y su belleza salvaje. A diferencia de san Juan de la Cruz, Hopkins separa la poesía de la oración. Aun cuando el arte sirva en última instancia para expresar la gloria de Dios, no ha de convertirlo, porque "eso sería un sacrilegio", en una vía para manifestar los íntimos consuelos de la fe. Para él, el cristianismo es una fuente de inspiración, por medio de la cual se contempla el universo (creación divina) para solazarse en su belleza, y se accede al sacrificio de la Cruz para obtener la gracia.
La suya es poesía para entonar, no para recorrer con la mirada. Las palabras se encabalgan y conforman una melodía. No son dóciles ni serviles; no han sido concebidas para complacer, ni siquiera para encantar como salmodia. Encabritadas, responden a una métrica encabalgada libremente hasta llegar, por momentos, al contrapunto, por momentos a la fuga. Los versos en Hopkins se elevan, recorren una naturaleza conmovedora e indómita y constituyen una plegaria, un cántico de alabanza donde se reconoce el infortunio humano pero también su salvación. Hopkins busca en la poesía lo mismo que indagaba en la naturaleza: lo irrepetible de la forma individual. Y el misterio de lo poético, aquello que lo vuelve irreductible e indeducible, se da en él como algo "natural", ya no inaprehensible, sino como Verbo liberador. La lengua, para él, como cualquier hecho humano, no puede verse como algo inefable, sino como la obra encarnada del Hijo Crucificado. La revelación temblorosa del acento en el éxtasis, pero también en la comprensión, resume en él la grandeza de Dios. En lo inaudito de la poesía de Hopkins estalla, colmado de orgullo y de extrañeza, el sentido de ese júbilo que en Joyce habría de volverse epifanía.
Traducción y nota: Delia Pasini
10 comentarios:
El Universo es el granero que en el alma llevamos como semilla...Gracias, Ignacio por estas maravillas del arte. Celia.
aplausos, ignacio, y gracias
abrazo*
Amazing :)
selecta lectura y poiesis.. gracias IG
Marcos, vc é muito bom sonetista, seja em inglés- em drama towards Heaven- ou portugués.
Obrigado por pasar!
Celia, disfrutando el libro que me pasaste de María Zambrano; se viene un posteo para ella, así que te retribuyo las gracias.
Silvia!Con nostalgias de Mar del Plata!
Amazing...vc também na sua escrita; ainda que nesa diatriba entre o portugués e a fala brasileira faz-me falta alguma chave pra entender melhor.
Ignacio, aprendiendo mucho y bien con tus entradas.
Abrazos
Felicidad, debo una larga visita a tu blog...un abrazo.
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