Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y se crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
Vicente Aleixandre (1898-1984) es uno de los máximos poetas españoles del siglo XX. Contemporáneo y amigo de muchos de la llamada Generación del 27-Lorca, Dámaso Alonso, Rafael Alberti, entre otros- Aleixandre fue una figura singular, forzosamente aislada entre el neotradicionalismo, el tremendismo existencial de Dámaso Alonso y los incómodos reacomodamientos de Juan Ramón Jiménez. Su poesía, profundamente celebratoria e intimista, es contagiosamente visionaria, nítida, luminosa.
El amor, en su poesía, es un adolescente que va tras los sucesivos requerimientos de los sentidos
y va pisando los símbolos plantados por Jung o Cirlot. Es un amor desatado del costumbrismo, del melodrama, de la culpa confesional: es un amor epidérmico y, a la vez, hecho de memoria. La remanida frase de Valéry-"Lo más profundo es la piel"- cobra, ante la obra de Aleixandre, pleno sentido.
Tuvo un prolijo discípulo y aventajado exégeta en Carlos Bousoño.
No sé si entendí cabalmente a Aleixandre cuando lo leí por primera vez a los 15 años; sí sé que a los 20 necesité leerlo completo y que cada tanto lo releo.
¿Realmente lo releo?
¿O es ahora, con los lentes de la memoria, que lo estoy leyendo por primera vez?
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