Preguntar
por el sentido de la zamba es como preguntar por los habitantes de Marte. Y eso
ocurre así porque la idea de la vida que supone una zamba parece ser totalmente
al revés de la idea de vida que tenemos en Buenos Aires. Aquí andamos siempre
muy ocupados, hacemos teatro, vamos a las conferencias, realizamos negocios,
discutimos sobre política, gritamos, saltamos, corremos, estudiamos y la zamba
nada tiene que ver con todo esto. Más aún, la zamba nos hace perder el tiempo y
entonces realmente no nos sirve.
Veamos, por ejemplo, ¿en qué circunstancias solemos escuchar zambas?
Ante todo hay que pertenecer a una secta integrada por un número limitado de
adoradores de la zamba, quienes se reúnen siempre en lugares extraños, un poco
en las trastiendas de nuestra ciudad, casi siempre de noche, y en las primeras
horas de la mañana suelen desparramarse sin dejar rastro. ¿Y qué hacemos ahí?
Pues nos pasamos largas horas con la cara triste,
en medio del vaivén rítmico de las guitarras y del vino, acompañando nuestra
congoja con tiras de asado, alguna empanada y, si se da una fuerte influencia
del norte, algún locro explosivo como para no morir de pena.
Por supuesto que todo ocurrirá en un ambiente extremadamente quieto, en
el cuál siempre hay alguien que canta, y a quien seguimos la melodía con la voz
en el sótano, mientras hojeamos desesperados una antología folklórica,
intentando infructuosamente localizar la zamba de turno.
Evidentemente se trata de un rito, para el cual hay que estar dispuesto,
de tal modo que nadie, que prefiere a Los Beatles o se aburra con facilidad,
podrá encontrar en esta reunión sentido alguno. Entonces cabe preguntar: ¿si la
zamba es triste, si en los ritos zamberos apenas se come, si andamos con cara
larga y hasta corremos el riesgo de aburrirnos, para qué sirve la zamba?
Por que en Buenos Aires hacemos todo lo contrario. Aquí es preciso ser
alegre, activo y evitar en lo posible el aburrimiento. Y para eso hay que
hablar, hay que decir siempre lo que se es, porque si uno no muestra que es
alguien, la gente dirá de uno lo mismo que dice de la zamba: “no sirve para
nada”. La zamba es en cambio silenciosa, nadie dice, durante el rito, quién es
y nada se mueve fuera de las manos del guitarrero. En ese sentido, integrar una
secta de zamberos significa echarse a perder.
Peor aún. ¿De dónde proviene la zamba? Pues del norte. ¿Y qué tenemos
que ver con el norte, si el país progresa por el sur, aquí en La Pampa o, mejor
aún: en Buenos Aires? Allá en el norte además, lo creemos así, los hoteles
dejan mucho que desear y eso nos choca. Mantenemos siempre una rigurosa mística
de la pulcritud. Nos creemos realmente limpios de cuerpo y alma. ¿Acaso no
exportamos desde Buenos Aires al interior, la democracia, la inteligencia, la
cultura, las buenas costumbres y esa impresionante actividad que desplegamos
diariamente? Y el norte, ¿qué es? Allá hay coyas que no se bañan en toda su
vida y además, cuando se cruza Santiago del Estero, hay que tragar siempre
tanto polvo…
Y para rematar el sentido que aquí en Buenos Aires tenemos de la zamba,
diremos que, para peor de los males, ella se liga con los montoneros. ¿Y qué
tendrán que ver los montoneros con nosotros? El país se formó sobre la base
contraria a la de los montoneros, precisamente sobre el comercio, la industria,
las buenas costumbres y el arte universal. Ese es nuestro país. Así lo
decretaron nuestros próceres, los de la organización nacional, encabezada por
Mitre, en la segunda mitad del siglo pasado, casi en la misma época que
degüellan a Chacho Peñaloza. (…)
Y sin embargo la zamba nos fascina. ¿Por qué? Aunque sepamos que
perteneció a los montoneros, aunque provenga de las espaldas del país, aunque
perdamos durante ocho horas el tiempo, con la cara larga chupeteando una empanada,
balbuceando apenas alguna letra mas aprendida, no obstante todo eso la zamba
nos fascina.
Al fin de cuentas se trata de algo muy simple. Apenas es una danza que
se realiza en un momento especial de cualquier fiesta popular, ese momento en
el cuál una pareja sale al centro de la pista y la gente la rodea. Ahí hombre y
mujer se enfrentan. Ella esquiva al hombre y éste la asedia. Varias veces
trazan un círculo mientras revolean los pañuelos, al ritmo de las guitarras y
de algún bombo que parecen tropezar con las entrañas. Al fin el hombre la
seduce y ella se deja conquistar. Y eso es todo. Se diría un abecé que balbucea
el pueblo y nada más. Y sin embargo la zamba nos fascina. ¿Es que habrá en ella
algo más?
Bueno, eso es difícil determinarlo. Al menos para nosotros. Porque, ¿qué
somos nosotros? Pues desde ya nos consideramos mejores que el resto de la
gente. Somos los que sostenemos a Buenos Aires con nuestro afán de empresa, con
nuestra moralidad en los negocios, con nuestra cultura universitaria, con
nuestra actividad política o artística. En suma: somos una simple clase media
que, como es natural, no se considera pueblo y por ende ha perdido el lenguaje
de éste. Pueblo para nosotros es masa, y nosotros somos individualistas,
inteligentes y progresistas. Y poco o nada nos importa aprender el lenguaje del
pueblo. Mejor dicho, lo usamos en política sin saber en qué consiste, y el
folklore lo desmenuzamos sin saber qué cosas quiere decir. No por nada el
término folklore fue inventado por la burguesía inglesa en 1848 cuando se creía
suficientemente distanciada del pueblo y se disponía a estudiar ese bicho
absurdo que era la masa, es misma que la apoyaba políticamente.
Pero aunque seamos tan inteligentes y tan emprendedores, sin embargo la
zamba nos fascina. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Será que en la zamba queda enredada
alguna parte de uno mismo que nuestro estilo de vida actual no contempla? Aún
aquellos que odian todo lo vinculada a la zamba, ¿porqué la odian? ¿Tendrán
miedo de ver una parte reprimida de sí mismos enredada en la música?
Veamos. En la escuelita nos enseñaron nuestro afán de progreso. Cuando
jóvenes pensamos en armar alguna empresa. Cuando maduros ya compramos el
terrenito. En el terrenito ponemos la casita, en la casita, la familia. ¿Y
después? ¿Ahí se acabó todo? ¿Nada más eso era? ¿En eso consistían nuestros
ideales de progreso, de inteligencia, nuestra mística de la ciencia o del arte
universal? ¿No se habrá quedado algo en todo esto?
Cuando uno recorre una calle céntrica un día de semana, a la hora que
están abiertos los bancos, y ve tantos buenos ciudadanos disparando por todos
lados para conseguir las cositas que necesitan para vivir en la ciudad, uno no
puede evitar la sospecha de que, para hacer todo eso, gastan sólo una parte de
su humanidad. ¿Y la otra? ¿Qué hacen con ella? ¿Será que somos muy libres y muy
inteligentes porque usamos sólo una pequeña parte de nosotros? ¿Y qué hacemos
con la otra? A veces pienso que una ciudad bonita y pulcra, con toda su
apariencia pomposa sólo puede erigirse si s deja en algún lado alguna tremenda
letrina en donde el buen ciudadano pueda escupir ese margen de vida que no sabe
cómo vivir, y que él debe reprimir y encapsular para que no se vea.
Andamos siempre por el asfalto pero un pie se nos mete en el barro.
¿Quién podría negarlo? Aunque adoptemos la mística de la empresa, de la ciencia
o el arte, o simplemente la actitud del sobrador o del chistoso, siempre en
cada caso lo hacemos ocultando el delito de llevar algo escondido, esa mitad
del hombre que nunca debemos revisar porque, si no, nos venimos abajo. Y otra
vez la pregunta: ¿Por qué nos fascina tanto la zamba? ¿Habremos metida en ella
eso que nos hemos prohibido mostrar?
Dijimos que la zamba era una danza muy simple, en la cuál hombre y mujer
se enfrentan en un espacio reducido. Bueno, ahí está la cosa. Si pensamos que
la que baila es Fulanita, con un señor Fulano, perdemos el sentido de la danza.
Pero si pensamos que en vez de dos personas de carne y hueso, son dos
principios opuestos los que buscan conjugarse, el sentido cambia.
Es que el pueblo no habla el mismo lenguaje que nosotros. Su abecedario
no tiene letras, sino apenas formas, movimiento, gestos. Y no es que el pueblo
sea analfabeto, sino que quiere decir cosas que nosotros ya no decimos. Porque
¿de donde viene sino el sentido ritual de la zamba, su coreografía, cada uno de
sus episodios tan reglamentados y tan conservados hasta nosotros? ¿Será posible
que el pueblo sólo quiso expresar el flirteo de una pareja? No puede ser,
¿verdad?
Cuando recorremos la Biblia, y nos topamos con el episodio de Adán y
Eva, ¿qué pensamos? Pues que hubo una señora mal educada llamada Eva que
infringe las prohibiciones del paraíso, le da una manzana prohibida a su
marido, el señor Adán, y ambos son echados de su alojamiento.
¿Qué pasaría si revisáramos las leyendas de Viracocha, dios de los
incas? También en este caso él se desdobla en un hombre y una mujer, y ambos
descienden al mundo y lo ordenan para luego volver al cielo. Qué cosas pensaron
los Incas. Nosotros nunca creeríamos en eso.
Claro, así vistas las cosas, ni Viracocha, ni Adán ni Eva nunca
existieron, por supuesto. ¿Pero quién es más torpe? ¿Nosotros que no entendemos
el simbolismo, o el pueblo que escribió la Biblia y compuso la zamba? A fuerza
de ser prácticos hemos perdido la capacidad de entender al pueblo.
Pero ¿cuál es ese simbolismo que se nos escapa? Quizá lo encontremos
entre los chinos. En el Libro de las Mutaciones, totalmente anónimo y de
evidente origen popular, es decir, escrito por la masa, se habla de dos
principios: uno oscuro, elyin, y otro claro, el yang, y
ambos dominan el mundo. El chino tenía una idea muy clara de la vida. Nunca
trataba de torcerla, sino que simplemente veía cómo ella iba siempre de un lado
a otro, del placer al dolor y del dolor al placer. Y un rey trazó entonces un
emblema. Un círculo en el cuál figuraban dos partes, una clara y una oscura y
ambas separadas por una línea ondulada, como en ritmo de danza: evidentemente
era la danza entre el yin y el yang, la parte
oscura y la parte clara del universo, pero en equilibrio y abarcando partes
iguales. Ser sabio entre los chinos era conseguir el equilibrio como en aquel
dibujo del rey.
Y ahora atemos cabos. Entre los incas un dios se desdobla en una pareja;
entre los hebreos pasa lo mismo, pero nos cuentan otra cosa más, cómo la pareja
es echada del paraíso; y entre los chinos los dos opuestos son equilibrados en
un dibujo. ¿Qué pasa con todo esto? Pues los símbolos que encarnan los aspectos
más aburridos, pero más angustiosos del hombre, encarnan la vida simbolizada en
dos opuestos y la angustia antigua de estar siempre entre la tristeza y la
alegría, entre la vida y la muerte, y ambos tan opuestos como el hombre y la
mujer; y también muestra del afán, aún más antiguo, de conseguir siempre el
equilibrio entre ambos. ¿Cómo en la zamba? Quizá. Porque ¿qué sentido tiene el
triunfo final de la zamba, cuando el hombre es aceptado por la mujer? ¿Acaso
ahí no retorna la paz definitiva, como si ambos entraran de vuelta al paraíso,
como si consiguieran superar el yin y el yang chinos, como si hubieran terminado de
ordenar el mundo en el pequeño círculo de la pista para volver de nuevo al
cielo, y ver la paz de la divinidad?
Realmente se diría que nosotros nos hemos empeñado en echar a los dioses
en los últimos ciento cincuenta años de cultura occidental, pero ellos han
dejado un reguero de palabras divinas en el balbuceo del pueblo. Por eso los
pueblos que son muy pobres hacen siempre la misma cosa: buscan en la danza, en
el mito, en la copla, el equilibrio de los opuestos. Y nosotros, que somos
ahora más ricos que ellos, ni eso decimos ya: perdimos el habla, aunque
hablemos todo el día. Por eso la zamba nos fascina. Nos hemos esmerado en
encontrar soluciones externas y perdimos de vista lo que nos pasa por adentro.
Lo dijimos: vivimos con la mitad del hombre afuera y la otra escondida, pasada
por el barro. Y ésta pone el ojo en la zamba porque advierte en ella el resto
mutilado de algún verbo divino, ese que simula el ritual del equilibrio en
medio de los opuestos. Y, en este sentido, la zamba es una palabra demasiado
grande, tan grande que nunca alcanzamos a decirla íntegramente en la ciudad:
porque ahí el pueblo nos habla de lo que sufre y pone además una solución, la
única posible, aquella en la cual hombre y mujer se unen, día y noche se
superan, dios y el diablo se hermanan.
Cuando se dicen esas cosas, el hombre se reintegra. Ahí tornamos a ser
pueblo, nos volvemos a incorporar a la masa, pero como quien retorna a lo
puramente humano, donde se da el puro hombre sin pretensiones, conciliado con
su parte prohibida. Es en suma el verdadero sentido del paraíso, ese por el
cual uno pregunta, aún después de hacer levantado con sudor y lágrimas su
negocio, o haber comprado su terreno o haber ocupado alguna posición
importante. Ahí asoma por el lado del pueblo el paraíso: pero en su sentido
elemental como un lugarcito recién creadito, a punto, como para hincarle el
diente y arrancar íntegramente el pedazo de vida que cada uno tiene derecho a
vivir.
Y aquí asoma también el sentido subversivo que tiene la zamba. Nos habla
de otro estilo de vida llorado con sangre por un pueblo que en el fondo
desconocemos. Un estilo de vida siempre supone abarcar todos los aspectos del
hombre, incluso los malos. ¿Y puede haber estilo cuando se vive por el negocio,
cuando se piensa en la universalidad del arte, cuando se esgrimen ideas
democráticas o totalitarias sólo para encubrir nuestros intereses comerciales o
cuando se adquieren rigurosamente buenos modales sólo para no hacer papelones
en las reuniones?
La zamba denuncia un poco nuestra falta de sentido. Nos dice que no
sabemos para qué, no para dónde debemos marchar. Por eso, con qué verdad, con
qué autenticidad y con qué solidez pasa el ritmo de la zamba. ¿Podrá comparase
con la gratuita y un poco dictatorial pesadez con que nuestro buen ciudadano
encuentra soluciones para todas las cosas?
Pero aunque juguemos a esta pesadez, amparada por nuestra cultura o
nuestra actividad, aunque gritemos siempre nuestra importancia, aunque
destaquemos a gritos nuestro nombre o nuestro apellido, aunque enumeremos
siempre todas nuestras hermosas cosas que hemos adquirido con nuestra plata,
aunque hagamos todo esto, siempre habrá en lo más profundo de nosotros esa parte
de nuestra humanidad, escamoteada a la vista del prójimo, desde de cuál nos
gustaría poder vivir íntegramente, con tanta intensidad silenciosa y pura como
quién baila una zamba con su vida al son de su ritmo ronco y lento, sabiendo
que al fin del baile habrá un pedazo del paraíso, la unión con la compañera,
para recobrar la mitad del mundo, para volver a la divinidad. ¿Y qué más se
puede pedir? Realmente la sabiduría de nuestro pueblo es infinita.
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