Si el recuerdo se ausenta, parece como si el
tiempo en el que tuvo lugar no hubiese existido, y quizá sea así. El tiempo, en
sí, no es nada, lo único real es lo
vivido. Si el recuerdo desaparece, adquiere la forma de una negación, se
convierte en el símbolo de la mortalidad, eso que se pierde antes de perderlo todo. Cuando su amigo le dijo algo parecido
a su padre, la respuesta fue: “Si uno tuviese que acordarse de todo, reventaría. Sencillamente
no hay sitio para ello. El olvido es una medicina y hay que saber tomarla a
tiempo”.
A tiempo. Mientras se levantaba y atravesaba la
gran sala del restaurante para salir a la calle, no pudo menos que reírse de sí
mismo. ¿Cómo pretendía reflexionar sobre una noción que se había infiltrado en
la lengua de mil maneras y que por tanto enturbiaba cualquier imagen que de él
se pudiera tener? Siempre se confundía el tiempo con los instrumentos con que
se los medía. Siempre. En una de las lenguas escandinavas esa palabra se traducía
por “todo el tiempo”, como si eso se pudiese decir de una cosa inacabada. El tiempo humano, el tiempo científico,
el tiempo de Newton, que avanzaba de manera uniforme y sin guardar relación alguna con cualquier objeto externo,
el tiempo de Einstein, que se dejaba hechizar por el espacio. Y luego este
tiempo de partículas infinitamente pequeñas, de la pulverización, una reducción
imposible de medir. Miró a los otros que
se movían en torno suyo en la Neuhausstrasse , cuerpos sólidos, cada uno de
ellos con su propio reloj interno, al que el reloj de pulsera intentaba en vano imponer su orden miserable. Los
relojes eran jactanciosos, afirmaban hablar en nombre de una autoridad que
(hasta el momento) nadie había visto jamás.
Me había propuesto visitar el Harz, tentado por el color verde en mi mapa de Michelin. El Wald, el bosque, le hace bien al alma, y todavía ronda por mi mente el Harzreise de Goethe. Soy un necio porque ese viaje del poeta,que allá por 1777 contaba escasamente con treinta años de edad, un viaje a caballo, romántico, solitario, puede que incluso peligroso, es irreconciliable con el paisaje subyugado y turístico por el que conduzco en mi envoltorio metálico. (...)
Y así yo, conduciendo conduciendo porel camino de herradura sepultado bajo el asfalto, tengo motivo más que suficiente para ponerme a pensar en aquel jinete de otro tiempo, de veintiocho años, que da vueltas en su cabeza a un poema, que se baja del caballo para tocar el granito ( sobre el que después escribirá un tratado) o para dibujar una formación caliza y hablarle sobre ella en una carta a su amada (...)
Goethe era un gerente moderno en uno de los compartimentos de su plurifacética persona, quiso develar los secretos del Harz, mientras que ahora yo, vástago retrógrado, intento borrar de mi mente esta carretera, esa piedra angular de su revelación, de su progreso tan anhelado, en el que ya no habría lugar para el solitario jinete-poeta que también fue. De este modo, la carretera se transforma en camino, los matorrales crecen salvajemente sobre las líneas rectas, los árboles se agolpan a ambos lados del sendero, ya no están en fila, domados, reglamentados, vuelven a ser floresta salvaje y tenebrosa, y puede pasar de todo, estamos a 9 dediciembre de 1777, al poeta consejero de Estado le quedan ocho kilómetros que recorrer por la nieve, por el bosque, a la luz de la luna.
Nota de Lisarda-Cees Noteboom (1933) es un poeta, narrador e hispanista holandés. Su libro Berliner Notizen data de 1992.
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