sábado, 2 de julio de 2011
Pablo Capanna, Defendiendo al Capital
Defendiendo al Capital
¿Una secta racionalista?
Se suele dar por supuesto que el fundamentalismo es una patología propia de las religiones. Muchas de las cosas que se han escrito apresuradamente en torno al fundamentalismo islámico parten de esta premisa, que permite trivializar al máximo las cosas para echarle la culpa de todo a Mahoma.
Al parecer, nos hemos olvidado de los fundamentalismos políticos del siglo XX, que cuando no eran ateos sólo usaban pragmáticamente de la religión; pero aun así fueron intolerantes y sectarios en un grado nunca visto. También los jacobinos adoraban a la Diosa Razón pero acabaron por levantar la guillotina, y los positivistas endiosaban a la Ciencia sólo para acabar venerando a la amante de Comte.
Cuando se habla de los nuevos fundamentalismos “religiosos”, habrá que pensar, más que en cuestiones teológicas, en una consecuencia indeseada del pensamiento único, que erosiona la identidad cultural y empuja a defender fanáticamente la diferencia.
El fanatismo, el sectarismo y el fundamentalismo son fenómenos recurrentes en la historia. Al igual que la neurosis, pueden justificarse con cualquier guión ideológico. También pueden llegar a hacerlo sobre la base de un programa racionalista, en cuanto abandonan el pensamiento crítico para proclamar dogmas indiscutibles, con un empecinamiento propio de las peores inquisiciones.
De esta paradoja se ha ocupado el “escéptico” Michael Shermer, uno de los pocos que mencionan el Objetivismo de Ayn Rand como una curiosa secta racionalista que hizo del capitalismo un dogma y acabó enredándose en el culto a su fundadora, justificando ideológicamente sus caprichos y sometiéndose a una disciplina autoritaria.
La paradójica historia del Objetivismo no es demasiado conocida, aunque nadie negará que ha influido en nuestras vidas. En sus dogmas podemos incluso descubrir una de las fuentes de ese pensamiento único que hoy inspira a los talibanes del Mercado.
La infalible Ayn Rand
Alissa Rosenbaum (1905-1982) nació en San Petersburgo y murió en New York. Según la leyenda oficial, aprendió a leer sola a los seis años y a los ocho ya quería ser escritora. Durante la revolución rusa, la farmacia de sus padres fue confiscada y tuvo que emigrar a Crimea. Luego, estudió filosofía e historia en Petrogrado. También se enamoró del cine de Hollywood y aprendió a escribir guiones.
En 1926 viajó a los Estados Unidos, invitada por unos parientes que tenía en Chicago, y aprovechó para quedarse.
Al año siguiente desembarcó en Hollywood y atrajo la atención de Cecil B. DeMille, quien le dio un papel de extra en Rey de Reyes. Sus devotos suelen buscar su rostro en la muchedumbre que sigue a Cristo camino al Gólgota. Junto a ella distinguen a Frank O’Connor, quien sería su esposo.
O’Connor, que sólo alcanzó cierta fama a su lado, no era precisamente un astro: su filmografía sólo incluye varios “bolos” como policía, parroquiano, sheriff o empleado de telégrafo entre 1922 y 1934.
La Rosenbaum, que ahora se hacía llamar Ayn Rand (un nombre inspirado por su máquina de escribir Remington Rand) logró vender un guión en 1932, con lo cual dejó de trabajar de extra y tuvo tiempo para escribir. Sus primeras novelas, Los que estamos vivos (1936) e Himno (1938), cultivaban un anticomunismo que le abrió las puertas del mercado editorial. Dos bestsellers, El manantial (1943) y La rebelión de Atlas (1957) le aseguraron el éxito, permitiéndole amasar una fortuna y hasta fundar un movimiento ideológico.
Su fama hizo de ella un referente cultural de las derechas norteamericanas. A pesar de haber escrito apenas novelas y artículos fue aclamada como pensadora y comparada con Aristóteles y Kant. En los años Sesenta, Andy Warhol la retrató y acabó de entronizarla entre los ídolos americanos.
Para entonces ya existía un instituto destinado a difundir su pensamiento, que ganaba adeptos día tras día, cuando sobrevino un escandalete sexual que dividió a sus fieles. Murió, bastante olvidada, en su departamento de New York y fue enterrada en un ataúd que llevaba grabado el signo “$”. Era su emblema personal, que compartía con aquel tío millonario del Pato Donald que inspirara Paul Getty.
La Biblia de Rand
Se dice que los libros de Rand han vendido más de cuatro millones de ejemplares, lo cual le permite competir con la Biblia y hasta con Harry Potter. Durante los años Sesenta, cuando los estudiantes contestatarios de los campus norteamericanos buscaban inspiración en cualquier parte, desde Marcuse y Thoreau hasta Tolkien, alcanzó el cenit de su popularidad. Después comenzó a ser leída por los banqueros, consultores de empresas y políticos republicanos.
Es difícil encontrar un crítico capaz de encontrarle algún mérito literario a sus novelas, y los filósofos profesionales nunca tomaron en serio sus ideas. Sus adeptos afirman que los críticos jamás leyeron La rebelión de Atlas, lo cual es explicable, tratándose de un mamotreto de 1070 páginas con letra de contrato.
Su tercera novela, El manantial, que fue llevada al cine en 1948 con Gary Cooper y Patricia Neal, es la lucha de un arquitecto genial contra la mediocridad, y le debe bastante a Ibsen. Algo distintas son Himno y Atlas, que según la enciclopedia de Clute y MacNicholls podrían caber dentro de ciencia ficción, ya que transcurren en un futuro de mediano plazo.
El Himno en cuestión es la admiración del individuo por sí mismo, el triunfo del Yo a la manera de Whitman. El marco es una grotesca distopía socialista. Sucede en un mundo donde ha triunfado el colectivismo, causando la extinción de la iniciativa privada, la ciencia y el arte. Todo pertenece al Estado, pero reina la miseria, la gente se alumbra con velas y se viste de arpillera. El heroico protagonista se rebela contra el sistema y escapa de la tortura, porque la cárcel es ineficiente y burocrática. Conoce a su pareja, huye con ella al campo y culmina su obra el día que vuelve a inventar la lamparita eléctrica. Ha descubierto el poder del individuo, y entona un himno a sí mismo.
En este mundo, el Estado obliga a todos a hablar en plural, para combatir el individualismo. Por ejemplo, cuando el protagonista se enamora se ve obligado a decir: “nosotros apreciamos que ellas tenían unas hermosas curvas”. Con este lenguaje, a las pocas páginas el libro se vuelve no sólo absurdo, sino francamente ilegible. Por suerte, es apenas un cuento largo, al punto que los editores se ven obligados a completarlo con la versión facsimilar del manuscrito.
El voluminoso Atlas, en cambio, escenifica una huelga de capitalistas, algo así como un lock out masivo de los Capitanes de Industria y las finanzas, a quienes Rand considera una minoría perseguida, víctima del Estado regulador. La novela transcurre en un impreciso futuro donde el socialismo ha ido dominando el mundo. En USA se desalienta la eficiencia y hasta se cree que la gente tiene derecho a cosas como el salario vital o la educación, cuando lo único que cuenta es la libertad de empresa.
Lo notable es la miopía con que la Rand, que en algo se parecía a Stalin, sólo es capaz de imaginar un futuro dominado por los ferrocarriles y los cables de cobre. Escribir esto en 1957, cuando asomaban las autopistas, el avión y la fibra óptica, era un tanto ingenuo.
Los Estados Unidos están en franca e irreversible decadencia; los sindicatos defienden a los vagos, los huelguistas abandonan un tren con todos sus pasajeros en medio del desierto y el Estado prohibe las innovaciones técnicas para proteger las fuentes de trabajo.
El libro se abre con la “repulsiva” imagen de un desocupado que pide limosna y no escatima calificativos casi racistas para la gente común, los fracasados indignos de vivir en ese mundo que construyeron los Grandes Hombres.
Ayn Rand se retrata a sí misma en la protagonista Dagny Taggart, que es tenaz, intrépida y promiscua. Dagny lucha para que su ferrocarril privado pueda contar con rieles hechos de una milagrosa aleación creada por Rearden, otro magnate innovador, que le permitirá a sus trenes alcanzar grandes velocidades.
La crisis es terminal, y habrá de culminar con un gran apagón en New York. Perseguidos, los Capitanes de la Industria se hartan del Estado benefactor y abandonan a su suerte la sociedad de los mediocres, los “saqueadores” de la riqueza que sólo ellos son capaces de crear.
Se refugian en una base secreta de Colorado, donde esperan el colapso del sistema. Entre ellos hay un compositor incomprendido y un filósofo que se hizo pirata sólo para robarle al Estado, a la inversa de Robin Hood, que para la Rand era el epítome del mal. Hasta hay un millonario argentino de apellido italiano, pero se dice que desciende de hidalgos españoles y posee grandes yacimientos de cobre, lo cual podría hacerlo chileno. Pero todo eso queda en Brasil...
Cuando el gobierno está por estatizar sus empresas, un petrolero incendia sus yacimientos y el argentino vuela sus minas de cobre, para acelerar el colapso del sistema. Se trata de empobrecer todavía más a la gente, no para que se rebele sino para que se resigne.
El movimiento tiene un líder en la clandestinidad: un ingeniero genial llamado John Galt, quien inventó un motor eléctrico que convierte la estática en movimiento, pero destruyó el prototipo para ponerse al frente de la resistencia. El núcleo ideológico de la novela está en un largo discurso de Galt, que en un momento se apodera de la cadena de radio y le endilga al país un discurso tan largo como los de Fidel.
Apresado por desganados esbirros, Galt es torturado con descargas eléctricas (Ayn tenía ciertos gustos sadomasoquistas) pero la máquina se descompone por falta de repuestos. Huye y se reúne en las montañas con los otros empresarios. Allí esperarán que la sociedad les ruegue que vuelvan para otorgarles el poder absoluto. Mientras tanto, fuman sus exquisitos cigarrillos que llevan la marca del dólar. En la plaza de su aldea, se levanta un enorme signo “$” de acero inoxidable. “En él confiamos...”
Filosofía barata
Una laboriosa exégesis de estas dos novelas, y de los escritos de Rand contra la izquierda, los sindicatos, los estudiantes y el Estado de bienestar, en defensa de la economía de mercado y el egoísmo como principio social, han permitido a sus discípulos compilar algo que no sólo llaman un sistema filosófico, sino el más grande de todos los tiempos.
El sistema se resume en un catecismo de pocas palabras: objetivismo, racionalismo, interés personal y capitalismo. Su ideología suele ser definida como “libertaria”, algo que en USA es lo opuesto de lo que nosotros conocemos como anarquismo.
Claro está que para hacer filosofía no basta con afirmar que uno es “realista” (eso significa “objetivismo”) o que su epistemología consiste en confiar sólo en “la razón”. Gente como Aristóteles, Kant o Hegel han necesitado litros de tinta para explicar cosas así, y aun seguimos discutiéndolos. A Rand le basta con proclamarlas.
Frente al radicalismo egoísta de la Rand, Bentham y Mill, los utilitaristas ingleses del siglo XIX, parecen filántropos. Para Rand, la raíz de todos los males está en el altruismo, ya que éste subvierte los valores al poner el bien supremo (el beneficio personal) por debajo del interés general. Su fuerte no era la ética, pero tampoco la lógica.
La sociedad se divide en “saqueadores” y “creadores”. Los primeros sólo piden que la sociedad los contenga y respete sus derechos. Los segundos crean riqueza para todos, pero sólo cuando lo hacen para sí. Luego, dirán los exégetas, se producirá el “derrame” de la riqueza. Nada se dice de cuántos mediocres hacen falta para que un héroe haga su acumulación de capital o lo incremente, pues parece que los genios crearan desde la nada.
Humano, demasiado humano
En los años Sesenta, cuando las tendencias individualistas que luego alimentarían a la New Age florecían en las universidades, Nathaniel Branden surgió como el exégeta oficial del Objetivismo, al fundar un instituto dedicado a difundir su pensamiento.
En torno a Rand y Branden surgió una suerte de secta que sus propios miembros llamaban “el Colectivo”. Antes de romper tardíamente con su líder, Branden había sido proclamado su heredero espiritual, pero luego fue expulsado. Murray Rothbard, un disidente, fue el primero en denunciar las prácticas “totalitarias” del movimiento, por lo cual fue execrado como traidor.
Mientras tanto, Branden y su mujer habían caído en desgracia. Recién muchos años después de la muerte de Rand, allá por los Ochenta, se atrevieron a publicar varios libros donde denunciaban las prácticas del Colectivo objetivista.
Según el arrepentido Branden, los adeptos creían que Rand era el la personalidad más grande que había producido el género humano y que en Atlas culminaba toda la historia del pensamiento.
No se toleraba que alguien fuera tan individualista como para disentir con ella, y sus gustos eran el paradigma estético. Ayn había echado a algunos colaboradores porque no sabían gustar de la música de Rachmaninoff, lo cual era un claro indicio de su inferioridad. En eso, y en el “culto de la personalidad”, también se parecía a Stalin.
El escándalo comenzó cuando Branden y Ayn se hicieron amantes. Como ambos eran Seres Superiores, acordaron con sus parejas Frank O’Connor y Barbara Branden, que tenían derecho a una noche de pasión semanal. Pero tiempo después Ayn descubrió que Branden, defensor de la libre empresa, tenía una segunda amante. Entonces, hizo tronar el escarmiento. Había escrito que la fórmula “no juzguéis, y no seréis juzgados” era una expresión de cobardía, de manera que juzgó severamente. Fuera de sí, maldijo a Nat, a quien le deseó la impotencia para el resto de sus días y prometió destruirlo. Por fin emitió una excomunión para Nat y su esposa, por “haber traicionado los principios del Objetivismo” con su conducta “irracional” y los expulsó ignominiosamente de la organización. En esos días no faltaron algunos fieles que propusieron apalearlos y cosas aun peores.
El escándalo dividió profundamente al movimiento, cuya decadencia se hizo inevitable. En 1982, Rand murió rodeada de un puñado de fieles, y fue enterrada junto a su marido, el complaciente Frank O’Connor. Pero años después su ejecutor testamentario Leonard Peikoff fundó el Instituto Rand, que sigue difundiendo su doctrina desde California.
Todo esto sería anecdótico si no recordamos que Rand fue la primera en hablar de desregulación, privatización, capitalismo global y otras ideas que se impusieron desde Reagan. El Instituto sigue activo, incluso tiene una filial argentina, y en marzo de 2001 organizó un seminario por el libre comercio continental en Punta del Este.
Un somero cabotaje por la Red, nos revela que Rand sigue engendrando papers filosóficos, y hasta hay quien escribe libros para refutar su epistemología y su ética. El filosofo católico Michael Novak pretende demostrar que el objetivismo es compatible con el cristianismo, pero pocos sitios más allá algo que se titula Frente de Liberación Luciferiana lo exalta como una moral heroica diametralmente opuesta a la cobardía judeocristiana. Sólo el Mercado puede lograr ciertas coincidencias.
Las doctrinas un tanto groseras de Ayn Rand y la tragicómica historia de estalinismo liberal parecerían cosas superadas, pero seguimos conviviendo con ellas. Leamos sino Capitalismo, el ideal desconocido, una recopilación de textos de Rand y colaboradores que viene reeditándose desde 1967. No sólo encontraremos allí los trabajos del herético Branden, rehabilitado a los fines editoriales como si no hubiera pasado nada. La gran sorpresa es que nos topamos nada menos que con tres artículos de un viejo conocido nuestro. Es nada menos que Alan Greenspan, el presidente del Fondo de Reserva Federal, que entonces criticaba el populismo de los demócratas.
En cosas como estas creen los que manejan el mundo, aunque por pudor no suelen confesarlo.
Página 12, 2-3-2002
Nota de Lisarda- A raíz de una encuesta reciente entre los no cándidos candidatos, Mauricio Macri confesaba haber leído a Ayn Rand; conversando con Pablo Capanna, me describió al personaje con pelos y señales y me remitió a un artículo suyo aparecido en Página 12 en 2002 y que aquí reproducimos.
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1 comentario:
Enviei outro mail para o endereço
que me enviaste (nippur24....)
Oxalá recebas desta vez.
abrazos
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