Silvina Friera
Los ojos de Rodolfo Rabanal bailan al son de una agitada melodía interior y se abren como puertas, sin que ese gesto excesivo le haga perder el aire de elegancia y distinción que irradia su figura. Desde que vive en el barrio El Tesoro –en el departamento uruguayo de Maldonado–, cruza hacia esta orilla para visitar familiares, hacer trámites y acompañar los libros que va publicando. Tal vez se desliza de un lugar a otro para que la proximidad no se le vuelva distancia o para refrendar esa ínfima porción de su ser porteño, que de tanto en tanto necesita contaminarse un poco con los ruidos y los humores de la Buenos Aires en la que nació en junio de 1940. En el bar de Santa Fe y Callao, ni el coro de cucharitas y tazas que por momentos colisionan provocando un sonido ensordecedor, ni el murmullo de las conversaciones de la gente, que huye del frío con un buen submarino, consiguen apagar la voz del escritor. El fuego que enciende el entusiasmo es la reedición de En otra parte (Seix Barral), su tercera novela publicada en 1981. Cuando la muerte se respiraba en cada esquina y el terror paralizaba, la beca Fulbright para participar en el Taller Internacional de Escritores de la Universidad de Iowa fue el pasaporte que le permitió escapar del país en 1979. Considerada una de las primeras novelas del exilio argentino, las dos nouvelles que integran el libro (Nueva York es un nervio desnudo y Días de gloria en Medora) transcurren en Estados Unidos. No hay estragos de melancolía ni náuseas mundi, apenas un atisbo de nostalgia que se filtra por una grieta y gotea con una tensión vital modesta, amortiguada por la ironía, cuando Manuel, ese escritor al que le pagan por cada línea que escribe, recuerda que conoció a Evita a los once años, cuando lo llevaron al velorio y vio el cadáver desde la galería circular en los altos del hall central del Concejo Deliberante. Los muertos siempre le causaron impresión, tenía miedo y unas terribles ganas de mear en alguna parte.
El libro comienza con una cita de Beckett de la que Rabanal tomó la palabra Elsewhere (en otra parte) para titular su novela. “Beckett es un escritor que significa una enormidad en cuanto al misterio de la escritura y a la propuesta que vengo buscando desde siempre, donde la palabra es mucho más importante que la historia”, señala el escritor a Página/12. “Mi afecto por Beckett es muy grande porque, además, siento su razón cuando dice que no hay más que deseo y no hay cómo escribirlo. Pero hay que escribirlo igual. Hay que escribir más allá de que tal vez todo ya se ha dicho, pero yo lo voy a decir de una manera única. En esa cita, Be-ckett dice en qué parte estarías, si estuvieras en otra parte. Y eso me vino muy bien porque coincidía con el espíritu del libro.” En esta novela del exilio se confirma lo que sostiene Banville: que el estilo y la palabra van a los trancos y adelante y la historia va arrastrando los pies en la página.
Rabanal estuvo en la “más espléndida ciudad de la Tierra” que es también la más inmunda. “Pero hay algo fascinante en la basura, un resplandor venido de arriba, de la cumbre cristalina de Manhattan, que la torna destacable y pertinente. Rubí y esmeralda con destellos de índigo y pavimento que humea”, resume Manuel sus primeras impresiones, teñidas por una frase de Robert De Niro en Taxi driver: “Los animales y las bestias salen de noche. Todo está muy sucio y lleno de maricas y asesinos. Una buena tormenta arrasaría con todo”. Cuando Beatriz Sarlo leyó el libro, advirtió en un artículo publicado en Punto de vista que En otra parte fue escrito desde la traducción. “Los diálogos en castellano representan al inglés y son, en este sentido, una de las muestras más interesantes de escritura extrañada: escribir en castellano desde otras lenguas y desde la sintaxis de las traducciones. Podría decirse que este proyecto exaspera estéticamente una de las formas clásicas de constitución de la literatura argentina.” No hay referencias explícitas sobre el exilio ni la dictadura, sólo pinceladas que sugieren las ausencias, los olvidos y el miedo, como capas de una cebolla que se despliegan de Nueva York a Buenos Aires. Y viceversa. “Se me enseñó que la realidad es ominosa y fui educado en el miedo, tanto que hoy, si algo alcanza a definirme, ese algo es el estado de cautela. Vivo en guardia, soy un hombre alerta.”
–¿Por qué plantea que En otra parte es como una inversión de Macondo?
–Cuando el boom todavía estaba en el aire, la visión que el Primer Mundo hacía de nuestra literatura era que éramos barrocos, que esa literatura que invadía con su contenido de dictadores era una propuesta incivilizada y distinta. Se nos pedía eso, aunque nunca pude hacerlo porque nací en Buenos Aires, en medio de esta vorágine tan alejada del Caribe. Cuando escribo estas novelas, mi visión de Estados Unidos se transforma en una visión extrañada. Estados Unidos es como si fuera el Macondo civilizado, es decir, es el barroco de otra manera, por otras vías; es la exageración y la exacerbación de otro modo, con otros caracteres. Yo me sentía como un extranjero que llegaba con una mirada antropológica para ver lo que pasaba, como hacen ellos cuando vienen acá. Entonces empecé a invertir la mirada; lo que nunca se vio como mágico de pronto se me hizo mágico. Nueva York era magia, no parecía cierto, era como una irrealidad que ocupaba un volumen y un espacio que te comprometía. Era una Nueva York muy violenta, de mucha vitalidad y muy cambiante.
–¿Nueva York le removía su costado sombrío?
–Sí, a pesar de que Nueva York es una ciudad muy luminosa, un diamante que brilla, de golpe caminás dos o tres cuadras y aparecés en un barrio chino. Toda esa invasión de estímulos tenía algo muy vivo, pero a la vez muy sombrío. Lo que me pasaba es que sentía la noción de pérdida y de distanciamiento, quería volver como Ulises a Itaca. De un modo o de otro parecía estar en riesgo la pertenencia natural, porque me preguntaba ¿si no vuelvo qué camino tomo acá?, ¿y si vuelvo me aplasto y me quedo otra vez?
–¿Ese riesgo de la pertenencia incluía a la lengua, temía olvidarla o perderla?
–No, nunca creí que fuera a perder mi lengua porque la siento muy mía e intransferible, en el sentido de que no la cambiaría por ninguna otra. En el único lugar en que estaba era en el español. Era mi región. Antes hablaba mejor el inglés porque estaba muy metido en el idioma; siempre leí en inglés, es como una segunda lengua cultural o intelectual, pero no de trato. Si bien no sabía hablar bien el inglés, el oído no estaba habituado, la musculatura de la boca no estaba acostumbrada, me propuse el desafío de hablarlo mejor. En un momento llegué a imitar bastante bien el habla de Nueva York. Pero son imitaciones, nunca es propio. Sin darme cuenta empecé a escribir en Iowa, en el departamento donde vivía, un título, Elsewhere, En otra parte, en inglés. Sonaba muy justo y muy acorde con el sentimiento y con lo quería decir. Avancé dos páginas en inglés, pero cuando me entusiasmé dije: “No, esto sigue en español”. Abandoné todo y volví a empezar. No hubiera podido sostener todo el libro en inglés.
–¿Cómo resultó ese trabajo de traducción, esa operación que se percibe en la novela?
–Sarlo descubrió este asunto cuando salió el libro, en 1981, yo ni lo había pensado. Hay un trabajo con la lengua, no con la fonética sino con la resonancia de la lengua. Fijate que no hay espanglish, esto es español puro. Sin embargo, hay reflexiones que obedecen a una retórica que viene de otro lado. Ese otro lado podría ser ese inglés que se hablaba en Nueva York y que me resonaba mucho.
–¿Qué le provocaba ver a Glenda Jackson haciendo footing?
–¡¡Pero vos creés que es cierto!!, eso es lo interesante (risas).
–Y si no es cierto es muy verosímil o le pega en el palo...
–Claro, sí es cierto (risas). Un día me animé y me acerqué a hablarle para ver qué ocurría. “Bueno, cómo le va, qué bien, fenómeno”, me dijo y siguió andando. ¡¡Pero le hablé a Glenda Jackson!!, es el cholulismo del tipo que está en Nueva York y no puede ser ajeno a las celebridades. Cuando conocí a Cortázar en París, él muy atento había leído el libro, pero fijate cómo me lo dijo. Estábamos comiendo en un restaurante del Odeón por primera vez. Yo estaba muy entusiasmado y honrado de estar con él. Y me dice (imita la voz de Cortázar): “Rodolfo, el lugar común que tenemos es que los dos amamos a Glenda”. “¿Usted leyó eso?”, le pregunté a Cortázar. Yo lo trataba de usted. Me sorprendí de que hubiera leído mi novela. Cuando salió En otra parte, ya no estaba en Estados Unidos, estaba en otra parte total, en París (risas).
–¿Se encontraba muy seguido con Cortázar?
–No, nos vimos tres veces o cuatro, incitado por Aurora Bernárdez. Primero murió su mujer, Carol Dunlop, y después él se enfermó y ya no lo vi más. Pero las veces que lo vi, me pareció que era un señor de otra época por cómo hablaba, era muy formal. Y parece mentira porque su literatura no era para nada formal, pero estaba educado a la manera de mis padres.
La banda sonora de la tercera novela de Rabanal está encabezada por Los Beatles, más algunas canciones solistas de John Lennon y Paul McCartney. Los labios y las mejillas de Rabanal parecen saber más que lo que esboza su sonrisa cuando Página/12 le menciona este detalle. “Los Beatles sacaron su primer elepé en el ’63, cuando yo empezaba a ser un joven callejero. Cuando llegué a Estados Unidos, había una beatlemanía muy fuerte. Este es el único libro que escribí con música permanente de Los Beatles y sobre todo de McCartney; no sé por qué, pero me ayudaba a escribir. Y yo no soy de escribir con música.”
–¿Trazaba paralelismos y comparaciones entre Buenos Aires y Nueva York como sucede en la novela?
–No podía dejar de comparar, lo que pasa es que también sabía que había un límite a esa dimensión comparativa, que es muy útil, pero se puede transformar en una anulación de lo que se ve. El Parque Lezama tenía para mí cierto misterio y el Central Park, en cierta medida, también.
–¿Recibía cartas de sus padres, como le pasaba a Manuel en las que le preguntaban “nene, cuándo volvés”?
–Sí, sí, qué cosa (sacude la cabeza y se ríe), era mi madre la que mandaba las cartas. No importa que ya no fuera un nene. El libro tiene mucho humor, aunque por momentos muy oscuros. Me ha pasado algo extraño. Cuando lo releí para la reedición, me reí mucho. Nunca me pasó con ningún libro mío, sobre todo con la segunda novela, Días de gloria en Medora, que es más oscura y agónica. Y, sin embargo, tiene cosas desopilantes.
–¿Lo que une a estas dos novelas es el frágil hilo de la memoria?
–Sí, claro. No se puede trabajar sin la memoria, aunque a veces sea una traidora. Cuando Lubla Heblin le pregunta a Manuel sobre Evita, él intenta traducir de algún modo lo que ella quiere saber. Es la imposibilidad de comprender al otro a través de la fractura del idioma. Aunque hables el idioma, hay cosas que no se comprenden, que vienen de otra cultura y eso genera una especie de valla insalvable que se supera por el error.
–¿Cómo era ser un niño peronista pero con padres antiperonistas?
–Era dilemático, culposo, qué te parece. Nos pasó a muchos. Un chico se pliega a la realidad inmediata y esa realidad era peronista. Un día habrá que escribir bien sobre esta ambigüedad tan compleja, qué pasó, cómo fue, que todavía no fue escrita desde la ficción. ¿Por qué Perón? Pasaron sesenta y pico de años y nos guste o no la política argentina es peronista.
Pagina/12, SÁBADO, 20 DE JUNIO DE 2009